Tras arduos años de búsqueda, Obeirón logró arribar a la Isla Merea, hogar del Halofonte. Se internó en la espesura hasta encontrar el majestuoso Jardín de las Estatuas. Un lago de aguas opalinas ocupaba su centro, adornadas sus orillas con efigies marmoladas de dioses hermosos. Holló su pie el edén y un círculo de luz brilló en las profundidades del estanque. Emergió entonces el Halofonte, y Obeirón no pudo más que extasiarse en su belleza. Con cuerpo de águila y cola de pez, se elevó extendiendo sus alas de plumaje cárdeno, soberano de sus dominios. El zarco fulgor que lo envolvía sosegaba la mirada, hipnotizante, pero Obeirón no dudó: armó su arco con la saeta de punta en bronce estigio, cerró los ojos y, tal como había practicado, dejó volar el dardo mortal hasta el pecho de la bestia. Ésta cayó sin emitir ni un sonido de agonía, fulminada por la magia del metal infernal. Sin miramientos, Obeirón arrancó el pico y lo pulverizó en el mortero de arcilla bruna de Nubia. Añadió escamas de la propia cola del Halofonte y disolvió la mezcla con agua recogida del lago. La eterna juventud lo esperaba, pero el hombre no pudo evitar un estremecimiento antes de decidirse a tomar la poción.
Cuando el próximo aventurero se adentre en la Isla Merea, allí estará el Halofonte, renacido por la boca de un joven y eterno Obeirón que engalana con su figura el mítico jardín.
Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/
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