Una cama de agua es un sortilegio, un tris de naufragio, una lectura inconclusa. Escribo desde ella y hay burbujas sonoras que van de un lado a otro buscando acomodo en el encierro de cuatro patas. Mi cama habla un lenguaje parecido al del amor o del émbolo; cuando Javier y yo la probamos la primera vez nos confundimos entre tanta ondulación y sonidos acuáticos, sumamente eróticos. El campo magnético que generamos hizo que el agua se tornara roja, una sangre bien amada que buscaba su río y su muerte. Nosotros nos comportamos como dos anguilas en celo, disparando flechazos eléctricos por doquier. Nos unimos y desunimos siempre flotando a ras del líquido, y a veces rodaba ex profeso una pierna o un brazo sólo para sentir la sensación de huida perfecta y de desprendimiento. Javier me amó en aquella cama que hoy se filtra por una esquina repleta de un musgo o liquen verdoso que amenaza con invadirlo todo. En cuanto a mí, he visto cómo se ha formado una membrana transparente de piel entre los dedos de mis manos y pies. Es bella, la miro con detención y siento una nostalgia infinita de emigrar en una bandada con forma de "V". Javier ya no está y quizás nunca estuvo conmigo en la cama líquida; quizás fue una invención que ella me provocó, esas alucinaciones tan reales que el agua, en su movible y fugaz condición, te permite experimentar. Nos reímos con Javier, a pesar de saber que nos hundiríamos en aquel útero gigante y que el amor no se puede vivir dos veces de modo extraño. Él tocó la punta de mi alma y algo se quebró adentro mío, eran otras aguas que se desbordaban por el conducto de los ojos y por la nariz, ya sea por la risa o el llanto de un adiós ahogado en su propio pañuelo desechable o retazo de sábana arrugada y tibia. Luego tocó otras partes menos metafóricas con una ternura tan extrema que el agua de la cama se convirtió en una melaza de cuchara parada y las abejas nos rodearon con sus zumbidos melancólicos de panal plástico. Llegaron otros insectos pero supimos eliminarlos con graznidos territoriales. No sé si llamar felicidad a ese estado de rareza; creímos que la fuerza del amor nos salvaría de las ciudades ruidosas y atestadas de gente pidiendo monedas, apostamos nuestro deseo y nos inclinamos al sueño, que es el sitio ideal de los surfistas campeadores. La mentira era agua y nos movíamos en ella sin dificultades respiratorias. Un día Javier quiso volver a la tundra, a un mundo helado que yo no conozco; se bajó de la cama, abrió la puerta y no cubrió su cuerpo para irse. Su mirada susurró que me seguiría amando y que yo tendría que bajar también, sola y desorientada, antes de sucumbir al oleaje, a esa bravura de agua que se estrellaba en las paredes, como si mi dormitorio fuera el malecón de la desventura. Pero no me fui, no tenía un lugar de esperanza ¿A qué me iba a arriesgar, como Javier, a vivir fuera del más transformador elemento?
1 comentario:
Me encanta.
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