Treinta y seis números (y algunos más con pleno significado) dividen mi cuerpo. Son partes que asemejan ser reglas, únicas variables, patrones del corpóreo girando. Un eje gira y hace que gire. Me hace girar, ruleta, en veloz rapto para recibir una bolilla, para darle una designación o número.
Desde que había comenzado a dar vueltas, nadie había podido distinguir ni diferenciar las casillas en movimiento. Los gestos se paralizaban donde los vértigos decidían las fortunas, las multiplicaciones. Y una mano se acercaba.
Desde que se iniciaba la giratoria carrera, los dedos contenían una bolilla, un volumen pronto a ser volcado. Y cuando ya sobre mí se detenía, poco restaba para que se precipitaran los jugadores.
Treinta y seis. En la casilla trigésimo sexta caía la bolilla, se definía, se le atribuía un destino.
Pero creo que mientras giraba, ella se quedó demasiado tiempo sobre una frontera y se sintió completa. Porque aunque más de treinta y seis partes compongan mi totalidad hay una estructura. Hay límites de madera, como si fuesen una cuadrícula con diagonales. Es una estructura lo indispensable de todo orden, de todo régimen donde haya partes que asignan.
Entre la primera y segunda caída obtiene un significado. Ningún jugador observa que un límite es su destino para ser, su fin.
Y ya fuera del borde, de esa frontera entre una casilla y otra, está perdida. La bolilla no se pertenecerá. Son los números, las partes -en vez de las estructuras- sólo los únicos registros de los jugadores después de todo giro.
Sobre el autor: Federico Laurenzana
Sobre el autor: Federico Laurenzana
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