—Comprendieron el principio, ¿no es así? —los dos asintieron—. Bien, bien. Todo es muy simple. Solamente necesitaremos hacerlo una vez. Una sola extracción.
—¿Y después?
El médico suspiró. —Después hay que esperar. Pero es lo mismo que si fuera de la otra forma. Nueve meses.
La mujer asintió, asomando apenas una sonrisa.
Fue el hombre el que habló.
—Pero está garantizado, ¿no?
—Completamente. El Instituto tiene un cien por ciento de éxitos. No tengo dudas de que ustedes quedarán satisfechos.
Concertaron una cita para la siguiente semana, y el matrimonio Antúnez se retiró.
Ya en su hogar, la señora Antúnez pagó a la niñera y se cercioró de que su pequeño hijo estuviera dormido.
El marido, mientras, controlaba los gastos de las últimas semanas. Las cuentas del médico, sobre todo, eran bastante pesadas. Pero, con suerte, todo eso quedaría pronto atrás, como un mal recuerdo.
Acudieron a la cita convenida llevando al niño. No fue necesario anestesiarlo cuando le extrajeron el material necesario para iniciar el proceso. Si lo deseaban, podían llevárselo a casa el mismo día. Los Antúnez desistieron, considerando que así todo sería más fácil. Ahora solo quedaba esperar.
Aproximadamente nueve meses más tarde el nuevo ser estaba a punto. Era tal como había sido el otro cuando diera su primer vagido. Pero existía una gran diferencia.
El hijo mayor había sufrido un grave accidente en su primera semana de vida, de resultas del cual su columna quedó dañada. Los médicos estimaban que probablemente nunca aprendería a caminar, o, en el mejor de los casos, debería afrontar una serie de costosas operaciones.
El recién llegado era perfecto, y sus padres se encargarían de que continuase así.
El otro, el anterior, el dañado, sobraba. Sin dedicarle más que un leve pensamiento, los Antúnez no dudaron en firmar la orden para que se encargaran de él. Ya no lo necesitarían más.
1 comentario:
El mensaje, terrible; el cuento, muy bueno.
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