Sé de un hombre que, al llegar a los cincuenta años, consideró que la única deuda pendiente en su vida era la de sentirse culto, de modo que en la comodidad de su retiro se dedicó a leer un libro por día.
Su conversación —que siempre giraba en derredor de cuestiones pragmáticas— se convirtió en un pastiche de citas imposibles y de literatura mal digerida.
Pasados un tiempo cayó en una especie de logorrea insoportable que devino en un divorcio y en la consiguiente separación de bienes. Por desgracia, la mujer no quiso la biblioteca.
El hombre siguió devorando, con el apetito de un poseso, novelas históricas, el anuario Reader’s Digest, las obras completas de Hugo Wast…
Cuando llegó a los sesenta, trombosis de por medio, quedó tartamudo. Para pavor de su enfermera, terminó duplicando las sílabas de un modo tan constante e isócrono que uno diría haber hallado, en un solo ejemplar, la esencia de la peor literatura que abunda en los escaparates, a la búsqueda de la próxima víctima.
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