Cuando Jesucristo empujó la puerta, usted dormía. Miento, hacía como qué. De puro empeñoso, para olvidar penas.
Bajito, con los jeans raídos y el poncho gris, más bien morocho y melenudo pero canchero: Jesucristo. Usted, del susto pegó un salto hasta el techo.
Y Jesucristo le dijo: —Yo soy...
—Ya sé, Maestro —cortó usted espabilándose, algo más sereno.
Más sereno y balbuceante le ofreció una silla, la cara chorreando agua tras haber hundido la cabeza en el lavabo mugroso. Así, medio abotagado y en calzoncillos, usted daría lástima, se dijo.
Jesucristo no pensó igual. Pensó: —Este tipo es una mierda.
Esa noche se quedó a comer con usted. A la suerte de la olla y aguantando estoicamente el magro arroz con un huevo quemado (peor habrá sido aguantar el via crucis y los clavos, allí colgante mientras todo el cuerpecito se rasgaba contra el madero).
Con los días El Ungido habrá alquilado su propia pieza en el hotelucho. Con el pecho fornido al aire, ascendía cada mañana por la escalerita hacia la tarima donde el baño, que más parecía una ratonera, y la ducha.
Jesús traía a cada personaje: encerrados por horas, a través del ventanuco se lo veía hablarles con gestos circulares y persuasivos.
—Don Jesús, no le conviene juntarse con esa gente; no sabe de qué son capaces. ¿Y eso de andar de aquí para allá meta cervezas con el inspector de la Impositiva, ese que los bolicheros sacaron corriendo a patadas?
Cristo sonríe. Está un poco harto de usted.
—Recuerda, hijo, que si no me convertí en un filisteo o un rabino más, fue por haber escogido a los míos entre el populacho, y así el odiado recaudador de impuestos Mateo, y aquel otro Simeón a quien coseché de la secta de los fanáticos, y el Buen Ladrón por quien también morí.
Usted, con la boca abierta.
Esto sí, piensa, que es gastar pólvora en chimangos.
Otro día, un memorable día, cayó por allí María Magdalena, pelirroja, tan hermosa como quiera imaginarla.
El abordaje no fue fácil: horas de hablarle como por casualidad cuando el Maestro iba a hacer trámites y amistades equívocas al Once.
—Perdón doña María, pero le quiero pedir...
—María Magdalena, que María es única y la Madre.
—¿No le sobraría algo de azúcar, y si gusta acompañarme con un café sería un honor?
—El azúcar ya enseguida; para lo otro, encantada cuando El Redentor esté de regreso. Me inquieta la tardanza.
—Caray ¿no lo habrán enchufado en la cárcel los romanos?
(Romanos, lo que se dice romanos, sólo los tanos de la piecita del fondo, pero usted se dejó arrastrar por un comprensible lapsus. Por ahí lo traicionó el subconsciente, las ganas de que el Pantokrator fuera hecho prisionero o crucificado y la Magda le llorara el hombro. Y usted la abriera muy despacito, desde las nalgas hasta el pelo llameante).
Fíjese que no.
Fíjese que venir a producirse la Vuelta del Salvador justo cuando usted se le arrimaba a la Magdalena y la agarraba de un codo y empezaba a insinuarla disimuladamente para la pieza. Y ella se le retobó: —Te has confundido conmigo, infeliz, ¿tienes idea de a cuánto alcanza la pasión de Nuestro Señor, de mi marido ante los hombres, Ese que viene allí?
Usted piensa: —Pero éstos habían sido matrimonio, o será otra de esas parábolas de la Biblia y que el curita Rigoni ni minga, cuando pibe, en las clases de catecismo.
En eso llega, nomás, Jesús. Apoya pesadamente en el piso la bolsa con las redes de pesca, el pan y el vino: —Ya había dicho yo que este hombre era una mierda.
A la mañana siguiente, al tercer canto del gallo se habían esfumado. Dejaron sólo una libretita con signos en sánscrito ¿o arameo?
Usted dice: —Y todo por esa hembra. —Agrega: —Estas putas son todas iguales.
Se lava las manos.
Y hoy, no lo niegue, lo espera todavía con el pretexto de devolverle aquella libreta. Pero déjeme que le desnude la verdad: usted, de nuevo y como siempre, tiene miedo. Entonces, usted deja oír algo como llanto. Vuelca, torpe, el vino.
Y yo le digo: —Hágame el favor. Si El vuelve a esta tierra, me avisa. Porque yo también espero. Y tengo miedo.
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