Toco el timbre. Ella aparece detrás de la puerta con una sonrisa que moja la mitad de mi rostro. Las palabras se le enredan en la lengua. Quiero ayudarla con la mía pero su gesto me frena. Cierra la puerta. La abrazo. Oigo el corazón caminando por su cuerpo. Un latido se detiene en la punta de sus labios cuando mi beso la toca. Me ofrece café. Sigo sus pasos como quien busca hundirse en sus propias huellas. La observo tomar la jarra y servir un líquido tembloroso que parece hervir con el movimiento involuntario de sus manos. Me aproximo y siento cómo su frágil cintura se arquea entre mis dedos. Su cuello dobla el aliento de mi voz, que no dice realmente nada, y se entrega aún más a mi boca. El camino de su hombro hasta la oreja es suave, delicioso. Subo por él con la prisa de un árbol que crece buscando el rayo de sol que lo sostenga. Ella cierra los ojos tal vez para grabar mi tacto en su memoria o perderse en los colores de la sombra. Me deja admirar bajo mis manos sus círculos perfectos. Siento el aire agitado respirar por sus poros. Bajo la ropa desvisto su carne y descubro que mis sueños eran ciertos. ¡Tantas noches derramadas sobre su perfil de tela! Ahora mis caricias no resbalan por los pliegues de una sábana dispuesta: su sonrisa y el manto liso de su talle las sostienen.
De la sala a la recámara sólo el pulso de un sincopado reloj acompaña nuestros pasos. No hablamos. Tal vez no hay nada que decir. Los dos sabemos que la nuestra es una sed vieja que teme saciarse en este instante.
Sobre la cama exhausta, la miro y no comprendo la pena de sus ojos. Ella adivina mi duda, se acerca y escurre su voz por mi garganta. Al abrazarla oigo el goteo de una lágrima incesante. Sin hablar se pone de pie, me toma de la mano y me conduce por un pasillo largo donde las corrientes de aire se cruzan con nuestros cuerpos desnudos. Al fondo hay dos puertas que ella abre al mismo tiempo. Las enormes cajas que amueblan el desorden de las habitaciones parecen caer todas sobre mi pecho. Me asfixian. Cierro los ojos y recorro de nuevo los vacíos que ya me anunciaban su partida: las dos tazas sin platos, una sola cuchara, los libreros despoblados, la mesa descubierta. Sólo su estudio, con algunas acuarelas colgadas a los muros y varios rollos de papel aferrados a una esquina, parece resistirse al abandono.
Impaciente, la interrogo buscando mil respuestas y ninguna. Por la extensión de su abrazo comprendo que la distancia y el tiempo de su viaje serán largos. Yo quisiera escuchar algún delirio, una promesa; ella lo sabe y sólo atina a decir: Lo siento.
La calle ondulada curva mis pisadas. Camino contándole a las piedras una historia: Había una vez un hombre oscurecido por su propia sombra que no sabía hablar más que del tiempo. Sus alumnos lo perdonaban, no sin algo de lástima, porque sabían que la historia del arte era muy larga y el curso muy breve. Los días pasaban sin perturbar su reloj hasta que dos ojos cifrados le cambiaron la rutina de la sangre endureciéndole el cuerpo con su prisa. Todos los jueves, a las seis, ahí estaban, atentos, rompiéndole el ritmo de la tarde. Pero su dueña era demasiado joven y el hombre se resignó sólo a soñarla. Pasaron seis meses, dos exámenes y muchas sonrisas antes de que pudieran intercambiar alguna palabra más de cerca: ella dijo admirarlo mucho como pintor y él se interesó en ver sus acuarelas. Ninguno de los dos fue sincero y ambos lo sabían. Ella lo citó en su casa. Al día siguiente, puntual, ingenuo, seguro de inaugurar un pulso infinito, él tocó el timbre.
Tomado de http://monicaescuer.blogspot.com/
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