sábado, 13 de diciembre de 2008

Vicio - Sergio Gaut vel Hartman


Cuando cumplí noventa, poco antes de morir definitivamente, adquirí el insano vicio de meterme en los sueños de los moribundos. Debo admitir que mi don carecía de los mandos adecuados para elegir a mis anfitriones, pero de todos modos era divertido, y en no pocas oportunidades tuve ocasión de ser el espectador privilegiado del tránsito final de una persona a la que había conocido tiempo atrás; privilegios de la longevidad. No obstante, confieso que ninguna incursión me deparó mayor placer que la que efectué cuando una anciana cocinera, una alcohólica perdida que una vez me había insultado soez y gratuitamente, soñó su último guiso. Era una mujer solitaria y amargada, habitante de vidas ficticias y fraudulentas, aunque su muerte, valga la paradoja, amenazaba con ser un espectáculo digno del pincel de Caravaggio. En su sueño postrero, mientras agonizaba, unas figuras de cera y miel se acercaron a ella y danzaron a su alrededor, pero desaparecieron en cuanto la moribunda intentó tocarlas. Fuera de la vista, miles de seres hechos de fuego frío y con sus biografías incompletas escritas en las nalgas, recitaban a coro, como si se tratara de la clave mágica para pasar del otro lado, la lista de las perversidades perpetradas por la cocinera, incluyendo las recetas con ingredientes inocuos que, al combinarse, producían heridas internas, inspiradoras de abusivos dolores. ¡Todo un festival! Y como espectador privilegiado del mismo, me acomodé mejor y extraje un cucurucho de papel, confeccionado con la guía telefónica de 1952, que contenía maníes tostados en la locomotora de don Cosme, algo habitual en la plaza de mi infancia en Floresta, donde jugábamos a las escondidas y a la mancha hasta el anochecer. Durante un buen rato manipulé las preciosas vainas y las partí con los dedos de la misma mano. Estaba tan fascinado con los maníes de cuatro pepas que por momentos perdía el hilo del sueño de la cocinera, de por sí bastante incoherente. Pero cuando unos agentes de tránsito cubiertos con una capa de escamas de pescado hicieron sonar las trompetas del epílogo, ocurrió algo que justificó con creces el tiempo invertido: la cocinera me vio. Era la primera vez que me sucedía algo semejante. Hasta entonces yo me había limitado a practicar el rol de mirón sin culpa en todos los sueños finales en los que había logrado colarme; sin embargo, al ser descubierto, el peligro le agregó un ingrediente insospechado a mi incursión. En el sueño, pese a su condición de moribunda, la vieja caminó a paso vivo hacia mí, con el puño amenazante y tal expresión de odio en el rostro que temí por mi suerte. Siempre supe que la cocinera, además de alcohólica, estaba loca, pero nunca imaginé que terminaría mis días dentro de un sueño ajeno, machacado o, algo peor todavía —eso lo intuí cuando sacó un cuchillo de ocho por veinticinco—, descuartizado por una chiflada con sed de venganza. Me levanté de la banqueta y retrocedí desparramando maníes. La cocinera avanzó luciendo una expresión de ferocidad inaudita y con gran destreza alcanzó mi yugular al primer mandoble.
Pero sueños son sueños, y ese no era el mío, comprendí de inmediato; nadie muere en un sueño ajeno. Tomé la muñeca de mi agresora, con la otra mano le arrebate la cuchilla y la empujé hacia la mesa, donde una pirámide de cebollas esperaba ser picada.
—Llorar hace bien —le dije—. Tendrás una buena muerte cuando termines.
—Pero —protestó la cocinera— aquí hay cebollas para veinte años.
—¡Mejor! Mientras piques seguirás con vida, aunque en estado de coma.
Le devolví la cuchilla. No estaba demasiado convencida, aunque en cuanto descubrió el poder purificador de las lágrimas empezó a sentirse mejor.
Recogí todos los maníes que pude y desperté. Mi cama estaba imposible, llena de cáscaras, pero hacía siglos que no disfrutaba tanto. Me preparé el almuerzo y traté de imaginar la aventura de la hora de la siesta, pero no logré pensar en nada que superara lo que acababa de experimentar. Resignado, decidí hacer la salsa sin cebolla.

2 comentarios:

Ogui dijo...

¡Qué le habrá hecho el personaje a la cocinera para que lo odie aún en los sueños y ¡Qué problema hacer salsa sin cebolla! La interferencia en los sueños ajenos la aprendí de Marechal, pero ahí es una sugerencia apenas anecdótica, acá el lenguaje onírico se deja caldear con un odio intenso (¿será a la cebolla?). C'est magnifique!

Nanim Rekacz dijo...

...hacía siglos que no disfrutaba tanto. Me preparé el almuerzo y traté de imaginar la aventura de la hora de la siesta.