La anciana estaba inmóvil en el charco de su propia sangre, como un títere al que hubieran cortado las cuerdas de la vida. Los agentes de la uniformidad miraban el menudo cuerpo. La mayoría, sin expresión en sus rostros tras las gafas oscuras. Algo aprendido en la Academia, un recurso para no implicarse en los hechos. Otros, los pocos, con una congoja interna que amenazaba desbordarse por unos labios titubeantes.
—Era solo una vieja... No creo que hubiera hecho ningún daño, sargento —comentó un agente bisoño.
—No te confíes en las apariencias, Edison. Mira, en esa mano llevaba un papel... —El veterano policía se agachó y cogió una hojita rosa de la agarrotada mano de la difunta—. Y no un papel cualquiera. ¿Lo ves? Es una queja en toda regla. ¿Cuándo fue la última vez que viste una queja así presentada en una oficina de registro como esta? Seguro que nunca. Muy pocas personas saben cómo hacerlas. Sólo aquellos que están contra el sistema. ¿No saben que la administración es infalible? ¿Por qué quejarse, a menos que se tengan otras intenciones? Esta loca se quejaba de que le habían cobrado los impuestos de otra persona.
El joven agente se fijó en otra cosa que la muerta tenía abrazada. Lo recogió y se lo enseñó a su superior. Este sonrió con cara de perro viejo.
—¡Un Libro! Tenía que haberlo supuesto. ¡Qué irresponsables son con sus vicios! ¿Es que no leen lo que hay en la portada de todos los libros? Lo pone bien claro: "Advertencia: Leer puede matar".
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