martes, 2 de diciembre de 2008

Una misma sangre - Karina Sacerdote


Un ruido en la planta baja lo despierta. Mira a su lado y Sandra duerme.
Sigiloso toma el arma, oculta de la vista de todo el mundo, en el doble fondo de un cajón de la cómoda. Empuña el revólver y camina. Sin hacer ruido, comienza a descender las escaleras.
El asesino espera.
Juan baja el último escalón. Se paraliza ante la presencia del hombre que, armado también, le apunta.
Ambos, inertes con el dedo en el gatillo, se miran.
Juan piensa que ese hombre podría ser Ignacio, su amigo de la infancia. Sus ojos se parecen, los rasgos de su cara, la cicatriz del mentón. 
Duda. 
El intruso parece notar que Juan no es otro que el amigo que no ve desde hace treinta años. Parece que también vacila. Que duda porque quiere dudar.
El silencio persiste.
Ignacio se pregunta qué pasaría si le hablara, si le dijera que es él. En los ojos del intruso sospecha las mismas presunciones, el mismo miedo.
 “No, no puede ser...” piensa enfrentado al hombre que se ha vuelto un desconocido, una amenaza. Al mismo hombre que ya no se parece a nadie. 
Se descubren como suspendidos. Inmóviles, perplejos. 
Tiemblan. 
El estruendo de los dos disparos, que detonan al unísono, mata al silencio. Los cuerpos caen y la sangre de uno y otro forma un mismo charco. Una misma sangre. La misma que de pequeños los unió en un pacto de amistad hasta la muerte.

En el dormitorio Sandra enciende la luz y llama: ¡Ignacio...!

1 comentario:

Ricardo Giorno dijo...

Muy buen cuento, Karina. Te felicito.