Hace tres días me levanté y salí a la calle rumbo al trabajo. Apenas había acabado de cerrar la puerta de casa, noté que frente a ella pasaba una anciana sosteniendo una patata en la mano. La mujer observaba la patata una y otra vez como si el tubérculo escondiera un profundo misterio. Por un instante me quedé mirándola asombrado de su extraña actitud y luego, cuando dobló la esquina, la perdí de vista. En ese momento me sacudí y empecé a correr hacia el paradero del bus pues ya se me hacía tarde. Pero fue entonces que sucedió. De repente noté que todas las personas que me cruzaba rumbo al paradero, también llevaban una patata en la mano y también la miraban embelesados como si nada más existiera en el mundo. Al llegar al paradero comencé a hacer mi fila y me pasmó percibir que todos los que me antecedían en ella, también llevaban una patata en la mano y también la miraban arrobados. Entonces, advertí algo más: No habían buses ni carros particulares. No había autos. Por la avenida tan sólo circulaban hombres y mujeres que siempre llevaban una patata frente a sus ojos y no reparaban en nada distinto a la patata de cada uno. Comencé a caminar hacia otro paradero y en la vía no encontré ni un solo auto en funcionamiento, los pocos que había estacionados a un lado de la avenida, guardaban en su interior a un conductor y unos pasajeros cada uno de ellos hipnotizado por su respectiva patata.
—¿Qué les pasa? —grité—. ¿Están locos?
Nadie me contestó. Una y otra vez grité para que me explicaran qué diablos estaban haciendo, pero fue inútil. Nadie se dignó responderme, era como si de súbito todos se hubieran vuelto sordos y no pudieran percibir sino patatas. Resignado, caminé hasta mi oficina y llegué allí tras hora y media. De más está decir que en el lapso del camino todos los que encontré llevaban una patata frente a sus ojos y sólo la observaban a ella, varias veces intenté dirigirles la palabra, pero nadie respondió, varias veces les arrebaté a algunos sus patatas para arrojarlas lejos y tan sólo seguían la patata con la vista para correr a recuperarla. Nadie se dignó siquiera mirarme, era como si no existiera. Como decía, tan pronto llegué a la oficina ya no me sorprendió que nadie me prestara atención, pues cada uno estaba alelado en la contemplación de su patata. Entré a la sala de juntas donde estaban mi jefe y los ejecutivos de la compañía y allí todos, alrededor de la mesa, sólo tenían ojos para las patatas. Francamente aterrado, corrí a un televisor y en todos los canales tan sólo se transmitían imágenes de humanos contemplando patatas. Nada más. Observé muchos canales y en todos ellos se mostraba lo mismo: Humanos embelesados en la contemplación de sus patatas en Australia, en Uruguay, en China. La humanidad entera se había “patatizado”, no hay otra palabra para el fenómeno. Como ya lo escribí, hace tres días estoy en esta oficina y en ese lapso no he encontrado otro humano en sus cabales. A ratos salgo a los restaurantes a buscar comida y allí sólo hay personas sentadas en las mesas observando sin fin a sus propias patatas. No sé si haya otros humanos “despatatizados”, pues no he encontrado a ningún otro como yo. Tampoco cuento con una explicación para el hecho. No sé si este comportamiento masivo se debe a un hechizo colectivo o a una entidad sobrehumana que juega con todos los homo sapiens. No sé. He sintonizado todas las emisoras de radio, pero tan sólo emiten silencio. En la TV, como ya anoté, sólo se observan las imágenes referidas. Internet está muerta. ¿Qué más puedo decir? Ignoro por qué yo no he caído bajo el embrujo de las patatas, por qué a mí no me sucede lo mismo que a los demás. ¿Qué demonios le pueden ver a esas cositas el resto de humanos, que yo no consigo advertir? Varias veces he ido al supermercado y tomado una patata en mis manos, pero no entiendo cuál es el encanto de la solanácea. Es cierto que sus “ojos”, sus formas y su pellejo son de una gracia abrupta, pero no puedo —como parece sucederle a los demás— convertirlas en el centro de mi vida. No consigo caer en la “patatolatría” a la cual parece haber sucumbido el mundo. No sé qué va a pasar.
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