Al Norte y al Sur la ciudad no terminaba nunca, y al Este no iba nadie porque estaba el río. Al Oeste empezaban los barrios pobres y los días tristes, dos inventos que en esa época tenían mucho éxito pero que Golett prefería evitar. Entre esas cuatro paredes que le ponía la ciudad, Golett miró primero hacia arriba y luego hacia abajo. Arriba pasaba un avión que venía de la base. Abajo estaba el jardín de su casa de El Palomar.
Tardó un minuto en decidirse. Para salir de la ciudad había un solo camino, y se puso a cavar.
El primer día consiguió hacer un pozo de dos metros, y después se fue a dormir. A la mañana siguiente tropezó con una roca y tuvo que recurrir al martillo. Al mediodía ya tenía llagas en las manos, así que se permitió una siesta.
Los vecinos se fueron enterando del intento, como sólo saben enterarse los vecinos, y la noticia corrió de cuadra en cuadra. Al tercer día, Golett fue a ver la obra y descubrió que se la habían invadido.
Eran tiempos en que mucha gente quería irse de la ciudad, y no todo el mundo tenía el ingenio de Golett. Muchos eran envidiosos, y a nadie le preocupaba aprovecharse del trabajo de otro. Por eso, los más madrugadores habían corrido al jardín de Golett y se habían zambullido de cabeza en el pozo. Los que vinieron después llegaron a tal velocidad que no pudieron frenar y terminaron cayendo sobre los primeros. Los últimos, que eran de esos que siempre dependen de la suerte y del prójimo, se encaramaron sobre los otros, pensando que el peso de los cuerpos haría ceder el fondo del pozo y todos caerían en algún paraíso reservado a los inteligentes. Así que cuando Golett se asomó al jardín había una montaña humana más alta que el techo.
La policía también se enteró, y se llevó a Golett por sospechoso de algo que no estaba muy claro. Lo encerraron en un sótano, y esa fue la mayor profundidad que consiguió alcanzar en su intento.
Golett era capaz de reconocer sus errores. Esta vez había cometido dos: suponer que hacia abajo el camino estaba despejado, y creer que no había otra dirección que llevara fuera de la ciudad. Eran errores graves, porque abajo había tantos vecinos y policías como en cualquier parte, y además quedaba otra dirección para probar: hacia adentro.
Al principio, Golett se rió de sí mismo. Hacia adentro sólo se consigue entrar, y eso a veces. Salir, se sale hacia afuera. Pero después cambió de idea.
Llevaba apenas unas horas encerrado cuando empezó a salir hacia adentro. Nadie se dio cuenta, porque se iba achicando tan despacio que disimulaba bien.
—No sabía que era un enano —dijo el juez a la semana, cuando lo llevaron a declarar.
Los policías se rascaban la cabeza.
A los veinte días era tan pequeño que pudo pasar entre dos barrotes y salir a la calle. Ya ni siquiera parecía un enano. Teniendo en cuenta que el mundo seguía lleno de policías y vecinos, tuvo que encontrar un modo de pasar inadvertido. Se puso a andar como un perro.
El perro Golett anduvo por las calles durante un mes, primero como doberman, luego como cocker, finalmente como pekinés. Después se hizo gato, ratón, araña. Estaba cansado de comer porquerías, pero su intento tenía tanto éxito que siguió adelante, haciendo fuerza todo el tiempo para que sus partes y las partes de sus partes fueran saliendo de la ciudad, una a una y hacia adentro.
El último testigo de su desaparición fue un chico, que se quedó con la boca abierta ante el lugar vacío donde antes había un punto, y antes una mosca que se desinflaba.
Tomado de La Mágica Web: http://www.magicaweb.com/weblog/index.php
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