Me gusta trabajar con niños por su capacidad para sorprenderme. Desde hace años, vivo en sus armarios y cuando me ven o me intuyen, la situación varía: unos lloran, otros tienen pesadillas, hasta algunos mojan la cama. Entonces empieza la parte que más me gusta, la parte más creativa: hay niños que sonríen maliciosamente y piden a su padre cuentos sin fin mientras el adulto lucha entre el sueño y la culpabilidad. Otros, en cambio, piden a sus madres dormir con ellas realizando así su más oscura fantasía, en la que pedían a sus padres por poder oler el cabello de ellas. Pero en mi último trabajo me colé en el armario de un niño y cuando supo de mí se acercó y me preguntó:
—Hola, ¿quieres ser mi amigo?
—¿Por qué quieres ser amigo del monstruo de tu armario? —No salía de mi asombro.
—Porque no tengo amigos. Nadie quiere jugar con el hijo del verdugo.
Desde aquel momento íbamos juntos a los armarios de los otros niños. Nos lo pasábamos muy bien. Fue una pena que creciese tan rápido.
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