lunes, 29 de diciembre de 2008

Momentos - Ramiro Sanchiz


He llegado a creer que mi vida (mi vida verdadera) se compone de un número muy pequeño de momentos, contados con los dedos de una mano. Y estos se suceden, emergiendo (gracias a azares de la conciencia y la sensibilidad) de lo que podría llamarse la espuma del tiempo o la vida vacía, insignificante, de todos los días. Por ejemplo: es de madrugada y estoy en un ómnibus, sentado en un asiento del lado de la ventanilla. Mi mente está ocupada en cualquier cosa, una novela que estoy escribiendo, el recuerdo de alguna película; un poco distraído miro hacia fuera y encuentro una entrada de edificio, iluminada por una luz amarillenta, tenue y tensa sobre las superficies. El ómnibus reanuda su marcha inmediatamente, arrastrando la visión hacia el pasado; entonces algo sucede en mí que reconoce al momento (como un dèja vú en el que se adivinan niveles aún más profundos), sin importar el ómnibus, la entrada del edificio o sus formas; algo, vinculado quizá a esa forma particular en que la luz baña el espacio, me hace entender que esa circunstancia está en mi pasado, y no una sino docenas, cientos de veces.
Estos momentos no incluyen más de cinco o seis (ese es el número que, no sin esfuerzo, podría evocar ahora), o si lo hacen, se trata de muy pocos más. Los mecanismos que atraen el reconocimiento incluyen también aromas, rostros, gestos y sonidos; y siempre entiendo, con total claridad, que sólo allí esta la vida, la realidad, que allí está en verdad mi tiempo y que el resto es espuma. ¿Qué son, en última instancia, estos momentos, y qué los diferencia del tiempo común y corriente, el que se empoza, el que desgasta, el que miden los relojes? El ómnibus ya ha recorrido gran parte del camino cuando llego a la conclusión —que pronto olvidaré, al bajarme, al caminar hacia mi casa, al entrar a mi trabajo— de que no debo pensar como cosas diferentes los acontecimientos y los seres, porque en rigor yo soy esos momentos, o ellos y yo somos algo, esa cosa que es y que, según Borges, persiguió a Jonathan Swift al borde de su muerte.
A veces creo que podré terminar una lista completa de mis momentos. Pero este ímpetu ordenador, clasificador, racional, está destinado al fracaso, lo sé. El presente y el momento al que remite están relacionados en el misterio; no hay notas esenciales que se repitan, pues el mismo momento puede ser evocado por la visión del edificio, por un árbol solitario en el campo o por el sonido de la voz (más allá de su melodía y sus palabras) de Eddie Vedder. Terminar la lista es imposible porque carece de orden, de alguna manera racional de decir por qué una lista pensada es mejor que otra; sin embargo allí está, con los bordes difusos de un fantasma, y los momentos que la componen requieren sentirla: entender que existen, que su número es escaso y que se repiten en un orden secreto que marcará, quizá, los límites de mi yo.
Pero esto último seguramente es ficción, o más ficción todavía. Me he dejado llevar, tristemente, por los mismos hábitos de siempre.
Una vez, nadando en una playa embravecida, sentí el apretado movimiento de mis músculos; algunos días después intente reconstruir esa sensación tendido en mi cama, recordar no el agua salada o el cielo abrumador sino todo lo que pasara entre mi piel y mis huesos. Alcancé así otro de mis momentos, quizá pautado por alguna forma de tacto o de operación de la memoria, o ambas cosas. No he vuelto a sentirlo, quizá porque tiendo más a lo auditivo y a lo visual, a esas percepciones prousteanas ligadas al olfato, pero sé que está ahí, que es parte de eso que soy, o de eso que sigue siendo. Sin embargo, no se parece en nada a los otros.
Y es curioso, porque otros sí se parecen: el momento de la luz del atardecer en las estatuas (al que también he llegado a través de una habitación iluminada en un edificio) y el momento en que entiendo que la noche de los días de mi infancia es más profunda y más densa.
Es posible que una operación análoga a esta que estoy intentando reseñar inspirara a Platón sus ideas o arquetipos. Estos son los de un mundo que está cubierto por mi yo, por una forma trascendente de mi yo que ha invadido al universo o se ha fundido con él. Esta suerte de narcisismo me otorga una secreta esperanza.

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