martes, 30 de diciembre de 2008

Engendra - Eduardo M. Laens Aguiar


Mgú tomó entre sus dedos una lagaña mañanera, cera de su oído izquierdo, que era el que mejor le funcionaba, y un poco de saliva. Durante dos días no hizo más que circular la mezcla entre sus dedos índice, pulgar y mayor. Cuando la masa se secaba, la metía en su boca para masticarla hasta lograr la humedad y textura que su erudición dictaba, y así luego, volverla al proceso manual de amasado.
Al cabo de esta sacra fase, cuando ya la estructura del bolo era la correcta, firme y estable, colocó el óvulo, con sumo cuidado, entre los pliegues de su abdomen, tan generoso como su buena voluntad, en el exacto lugar donde las pústulas crecían a sus anchas.
Otros dos días tardó la masa en amalgamarse a su cuerpo, pero cuando lo hizo fue de manera absoluta, con las fiebres y ardores que la labor proponía.
Dolores, calambres y punzadas nutrieron su ser, alcanzando las zonas más distantes de su anatomía. 
Su masa corporal fue creciendo en los sucesivos dos días, la piel estirada traslucía venas verdosas y arterias azuladas; zonas pálidas y moradas convivían a lo largo de toda la extensión de su ser. 
Tal era su tamaño, que él mismo, cosa rara en su inmensa sabiduría, estaba sorprendido del prodigio. Alcanzó dimensiones inconcebibles, como mil rebaños de animales, unificando inflamaciones en una única hinchazón que ya no tenía al dolor como parámetro.
En el anochecer de ese sexto día sintió un retorcijón que atravesó sus órganos de cabo a rabo. Supo que el proceso llegaba a su fin y ya no debía esperar más. Concentró su mente en un único punto del cuerpo, esperando focalizar en un único gas la liberación de la energía que daría inicio a todo.
Apretó las mandíbulas, inspiró profundamente y retuvo el aire a fin de potenciar el esfuerzo.
Y al séptimo día, explotó. 

Libro del Génesis de los Bedeles Purulentos de Xhagá

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