jueves, 18 de diciembre de 2008

Las siete maravillas del mundo (II) - César Fuentes Rodríguez


Cuenta la leyenda de los griegos que Prometeo, el titán que dio vida a los hombres, no contento con moldearlos del barro y darles movimiento y sentidos, quiso para ellos también la conciencia y, escabulléndose entre las celestiales bambalinas, robó el fuego divino para insuflárselo a sus criaturas. Pagó caro su atrevimiento. Los dioses celosos lo encadenaron a la cima de una montaña y cada mañana un águila gigantesca viene con sus alas desplegadas a devorarle el hígado, que se regenera por la noche para continuar el suplicio.
Entretanto los hombres hicieron uso del regalo del titán y comenzaron a reconocer su entorno. Algunos de ellos, de un día para el otro, pasaron de erigir sus chozas y puentes de madera a proponer construcciones fabulosas: soberbios espigones que se adentraban sin pavor en el mar, torres vertiginosas que estorbaban las rutas de las aves, templos y estatuas de piedra pensados para desafiar los milenios, terrazas paradisíacas que imitaban el verdor de los sueños... Ponían manos a la obra y no les importaba cuánto tiempo o esfuerzo llevara; si unos caían, los de la generación siguiente retomaban la antorcha y persistían.
Los dioses miraban encuriosados crecer las obras y se asombraban de lo mucho que los hombres hacían con tan sólo una chispa del fuego divino que calentaba sus mansiones. Pronto surgió el recelo. Enviaron a la tierra huracanes, pestes, terremotos, vientos inflamados de sequía, y pusieron miasmas en el aire que corroían los materiales y ablandaban las junturas. Tarde o temprano lo edificado era arrasado o se desmoronaba. Tamaña adversidad los hombres sólo pudieron contrarrestarla proyectando y edificando sin parar. Acordaron que siempre habría siete maravillas para representar su ingenio. Se reunirían cada tanto y designarían con ese número mágico las más bellas y sofisticadas que se mantuvieran en pie. Por más que los dioses desataran sobre ellos su ira, las Siete Maravillas permanecerían. 
Eones completos transcurrieron y, sin saber cómo ni cuándo, los propios dioses se cansaron de aniquilar los logros de los hombres; o tal vez se convencieron de que era inútil o indigno de su condición; o bien, en su consabida superficialidad de dioses, simplemente se distrajeron y olvidaron todo el asunto. Hasta que un buen día, mientras se regocijaban en el banquete eterno, un grupo de varones de aspecto esforzado y resuelto irrumpió en las mismísimas moradas olímpicas espada en mano. Los dioses empezaron a comprender qué significaban esos golpes de martillo y ruido de andamios que se habían escuchado últimamente cada vez más cerca. 
Zeus, el padre de los dioses, molesto y algo asustado, preguntó entonces a los intrusos qué buscaban allí. —¿No lo sabéis? —respondió con firmeza el cabecilla—. ¡Venimos a liberar a Prometeo!

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