Olía a rancio y siempre andaba murmurando letanías, convencida de que eso que mascullaba producía algún efecto en el mundo. También decía que no iba a usar lo que sabía para dañar, ni para hacerse rica. Que le bastaba con vivir.
Y ahí me convencía de que todo lo de sus poderes era macana. Si pudiera cambiar su existencia ¡cómo no iba a hacerlo! No tenía dónde caerse muerta, y apenas si puchereaba con los trabajos que, cada vez menos, le encargaban las vecinas. Como yo, nadie tenía demasiada confianza en la bruja. Que lo parecía, eso sí, por lo menos hasta que uno le encontraba los ojos. O mejor dicho, la mirada. Era una especie de milagro obsceno... ¿Qué hacían unos ojos así, anclados en esa cara devastada? ¿Cómo podían conservar semejante expresión, después de tantas décadas de ver podredumbre?
La cosa es que mi mujer, mucho más desesperada que creyente, recurrió a ella en busca del milagro que los médicos nos negaban. Sin embargo, ni siquiera cuando resultó embarazada me tomé en serio a la vieja, que se murió el mismo día en que nació Lucy. Pero ahora sí creo. Porque cuando miro a nuestra hija, son aquellos mismos ojos increíbles los que me contemplan.
Y podría jurar que les divierte lo que ven.
1 comentario:
Muy Bueno! Esos ojos que dan escalofrío cuando uno mira a cierta gente tendrá que ver con esta conjetura?
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