Se despidieron. Habían quedado en encontrarse al día siguiente en la iglesia del pueblo, tal como estaba predicho. Durante toda la noche se enviaron febriles mensajes de texto e incluso creo que hablaron por teléfono. Estaban seguros de lo que iban a hacer. Ya nadie podría separarles.
Romeo se levantó temprano. Alistó su maleta y pagó la habitación del hotel. Se aseguró de tener los boletos de avión a Nueva York. Julieta se aseguró de borrar cualquier huella en la pared del balcón y en su cama. Esta vez decidieron darle un vuelco al final ya escrito. No, dijeron, ahora seremos el uno del otro, disfrutaremos sin cansancio de nuestro amor adolescente, envejeceremos lentamente, nos amaremos al salir el sol... y al ocultarse también. Escaparemos y nuestros padres tendrán que resignarse, al fin y al cabo, es mejor que el trágico final que William escribió para nosotros.
Se encontraron, tomaron un taxi, siempre mirando atentos en el aeropuerto. Nada podría salir mal. Ya en el avión, se pusieron los cinturones de seguridad entre besos, felices. Despegaron. Algo pasa. El destino es así, cruel. Era once de septiembre del dos mil uno.
1 comentario:
¡Muy bueno!
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