Imagínate espectros, dioses y demonios.
Imagínate infiernos y cielos, ciudades flotando en el cielo y ciudades hundidas en el mar.
Unicornios y centauros. Brujas, hechiceros, genios y fantasmas.
Ángeles y arpías. Hechizos y sortilegios. Elementales, espíritus familiares, demonios.
Es fácil imaginarse todas estas cosas: la humanidad se las ha imaginado durante miles de años.
Imagínate naves espaciales en el futuro.
Es fácil imaginárselo; el futuro se aproxima realmente y habrá naves espaciales en él.
Así pues, ¿existe algo que sea difícil de imaginar?
Claro que sí.
Imagínate un trozo de materia y a ti mismo dentro de ella, consciente, pensando, y por lo tanto sabiendo que existes, capaz de mover ese trozo de materia en cuyo interior te hallas, de hacerla dormir o despertarse, amar o subir una colina.
Imagínate un universo —infinito o no, como tú desees representártelo—, con un billón, billón, billón de soles en él.
Imagínate un grumo de barro girando locamente en torno a uno de esos soles.
Imagínate a ti mismo, en pie sobre ese grumo de barro, girando con él, girando por el tiempo y el espacio hacia un destino desconocido.
¡Imagínate!
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