Síntesis total de credos y burocracias, la Iglesia Unificada logró lo que los profetas más calenturientos no se atrevieron siquiera a imaginar. Ahora, mientras transcurren los primeros días de los Nuevos Tiempos, los corazones de los habitantes del planeta Tierra laten al unísono durante las tres plegarias de cada día, nadie duda de que hay un Más Allá, cartografíado con celo; el Registro de Almas se acepta y se respeta, el Libro determina los egresos y como todos los seres humanos se han vuelto bondadosos, honrados, complacientes y devotos hasta se pudo abolir el Infierno, sin la menor reserva.
No obstante, como siempre, una mota de corrupción anida en el núcleo del sistema. Hay una cabaña colgada de una remota ladera de una montaña sin nombre y en ella vive el Viejo, el último ateo, el único ser humano que reniega de la Fe Unificada, un tenaz y obstinado rebelde capaz de oponerse a todos y cada uno de los creyentes del mundo.
La comitiva asciende la cuesta; es un trabajo penoso para la mayoría de los ancianos que la componen, en especial para el Rapamán, que ya no está para esos trotes, aunque haya querido encabezar en persona el abigarrado conjunto de dignatarios, sacerdotisas, clérigos y novicios, todos absueltos de antemano, por las dudas. El Libro se abrirá para él dentro de dos semanas y no quiere pasar del otro lado sin haber clausurado el asunto que lo atormenta.
El Viejo los recibe en la puerta de la cabaña, no los invita a pasar, y haciendo honor a su proverbial grosería ni siquiera saluda al Rapamán.
—¡Rinde respeto a nuestro Guía! —exclama un Acólito Mayor.
—Me cago en sus barbas —replica el Viejo, hosco. El Rapamán hace un gesto y contiene la reacción de sus furiosos seguidores.
—Eres ateo, ¿verdad?
—¿Has hecho todo este trayecto para preguntar semejante sandez? Sí, lo soy, todo el mundo lo sabe. Y cuando digo todo el mundo estoy diciendo todo el mundo. ¿Qué más quieres?
—Que te conviertas —responde el Rapamán, sereno.
—Eres patético. Moriré ateo.
—¿Te crees superior a Dios?
—Si existiera la entidad que el miedo los indujo a fabricar nos unirían algunas simetrías, pero no hay nada superior en lo que creer, por lo que en nada superior creo. El universo es azar, y ustedes flotan en una nube de mentiras y falsedades.
—¡La Iglesia Unificada es la primera religión científica! —exclama uno de los Dignatarios.
—¡Calla! —dice el Rapamán, severo. Luego, dirigiéndose al Viejo—. Hay una página del Libro abierta para ti, una página que te está esperando. Hace mucho que no necesitamos absolver a nadie, pero si el arrepentimiento es genuino llegarás al Paraíso como todos.
—Y si no me arrepiento, también —ríe el Viejo—. He sabido que el Infierno fue clausurado. Pero no se inquieten: no habrá necesidad. A todos nos espera la Nada.
—Eres porfiado…
—Sólo soy imprescindible, la piedra angular del sistema. Lo que ustedes imaginan no podría sostenerse ni un minuto si yo desapareciera.
—Entonces, ¿te crees Dios? —insiste el Rapamán, desconcertado.
—¡Por supuesto que no! ¿Quién es el testarudo ahora? Ya te he dicho que Dios es una fábula, un invento, una creación.
Es la blasfemia mayor, insoportable. El Rapamán luce vencido, pero uno de los novicios, Zar-kleer, el Necio, extrae de entre sus hábitos un cuchillo de caza Skinner, una verdadera reliquia, y con un único movimiento se separa de la comitiva, se planta delante del Viejo y le hunde la hoja de acero en el pecho, creando dos sonrisas con vocación de carcajada, una roja, la otra blanca.
—¡Qué has hecho, imbécil! —chilla el Rapamán.
—He liquidado al ateo —responde el novicio con frialdad—. Tendrás que volver a abrir el Infierno para darle cobijo.
—¿Eso crees? —dice el Viejo entre estertores—. Mira el cielo —señala a lo alto con un dedo tembloroso— y escribe tu testamento antes de que se apague la última estrella, porque luego será tarde.
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