domingo, 21 de diciembre de 2008

El turista accidental - Juan Yanes


A él le hubiera gustado viajar, ser un viajero como los de antes. No un viajero legendario de esos que iban a ensanchar la geografía a golpe de machete, ni un atleta desquiciado y fanfarrón como Hemingway. No, un viajero modesto, ligero de equipaje, un Paul Bowles, o incluso menos. Alguien capaz de recorrer tranquilamente calles y plazas. Alguien capaz de sentarse a hablar con la gente y quedarse un rato, sin prisa, mirando el paisaje, extasiado, viendo el vertiginoso vuelo de los pájaros. No llevar guías turísticas, ni mapas. Dejarse guiar por la intuición…
Pero, sin saber cómo, ese destino se truncó. Se vio reducido así a la triste condición de turista episódico, sujeto a la compulsión de los paquetes supereconómicos de ocasión de las agencias de viajes y los touroperadores, en periplos organizados y masificados: comida basura, hoteles desastrosos, visitas guiadas, interminables traslados en autobús y siempre rodeado de esa masa ubicua de japoneses con sus mil artilugios fotográficos… Algo lamentable para un mitómano del viaje, para un diletante del camino.
Aquel invierno cruel lo obligarían a visitar Roma, desde la Cloaca Máxima hasta la cárcel Mamertina, a la velocidad del rayo. Cuando llegó a Fiumicino, el cielo era una bóveda gris acerada y al abrirse la puerta automática de cristal que daba al exterior, las cuchillas del aquilón se le incrustaron en el rostro, sin piedad. Le untaron la cara con crema Nivea y lo lanzaron a visitar la Roma Imperial.
En el Foro Romano le pusieron en las manos un exhaustivo mapa arqueológico del lugar. Vería aquella sucesión ingente de piedras, aquel amasijo de resto de civilizaciones que se pisotearon unas a otras, se destruyeron, se reconstuyeron y se volvieron a aniquilar otra vez, en un ejercicio de furia destructora fuera de lo común, como quien contempla una sucesión vertiginosa de imágenes abstractas. Aquel interminable laberinto de rocas venía explicado con todo género de detalles en un documento adjunto al mapa, en el que había decenas de llamadas con numeritos dentro de un redondel, que se correspondían con el mapa.
Con este instrumental seguían, incansables, las explicaciones de la guía que hacía de cicerone. Ante sus ojos se veía el resultado de aquel formidable desastre en forma de ruinas: columnas rotas, templos semidestruidos en equilibrio inestable, basílicas partidas por la mitad, capiteles hundidos en la tierra que asomaban timidamente la cabeza, casas de vestales, triglifos, majestuosos arcos conmemorativos, metopas sin cuento, enormes sillares de granito, arquitrabes y una sucesión infinita de nombres propios: Vespasiano, Cástor, Tito, Pólux, Julia, Antonino, Faustina, Majencio, Saturno, Septimo Severo… La guía no paraba de hablar. Hablaba como un autómata. Hablaba a tal velocidad que cuando ella estaba explicando las teselas del pavimento de una casa romana, todavía la mayoría trataba de identificar, en las alturas, una especie de triforios que coronaban el ábside de un templo del tiempo de los etruscos o del tiempo de Maricastaña…
¿Cómo comprender en dos horas dos mil años de historia? Imposible, así que llegaron al Capitolio, donde recibían honores los vencedores, y contemplaron desde arriba aquel derroche de arquitectura decapitada. Fue entonces cuando la guía, exhausta y en cumplimiento de un deber inexcusable, hizo un último gesto con el brazo señalando la cima sur de la colina Capitolina donde estaba ubicada la roca Tarpeya, desde la que los romanos lanzaban al vacío a los condenados por traición durante la República. Entonces, con una dicción perfecta en cinco idiomas, invitó a aquel rebaño de insufribles fotógrafos de ocasión a precipitarse colectivamente en el abismo, lo que hicieron de inmediato, entusiasmados, pensando que era la última atracción del recorrido turístico del día.

Publicado en http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/ 

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