domingo, 21 de diciembre de 2008

Coleccionista - Ricardo Giorno


Monmée descubrió un cristal. Brillaba tanto, tanto, que la pequeña debía cerrar los ojos según el ángulo en que lo miraba. Lo tomó con delicadeza: sí, lo conservaría para su colección. 
En medio del lago seco, el sol calentaba demasiado, y en ese caldero la temperatura subía unos grados por encima del resto de la zona. 
Monmée se quitó el politraje para disfrutar de la brisa golpeándole contra el pelaje. Se rascó la nariz chata que apenas asomaba debajo de los ojos hundidos en esas cuencas a las que le daban sombra los arcos superciliares.
—Sicé —le dijo a su robomaestra—, ven y abre tu mochila.
—Debo recordarte, alumna Monmée, que soy Sicronizadora Centrónica de Enseñanza. No debes llamarme Sicé.
—¿Qué, le irás con el cuento a Las Mayores? Mejor cállate, Sicé, y abre tu contenedor.
Pronto el cristal descansó en el fondo del contenedor robótico.
—Hemos venido aquí —dijo Sicé— pidiendo expreso permiso al Matriarcado. Y el permiso fue dado para estudiar las formaciones geológicas. Estoy analizando el cristal que me diste. Pertenece al período...
—Sicé, hoy no tengo ganas de estudiar. 
—Debo recordarte, alumna Monmée, que...
—No te lo digo más, Sicé: ¡cállate! —Por la rabieta, a la niña se le erizaron los pelos, haciendo que pareciera más grande—. Estoy buscando cristales para mi colección. No molestes.
—Coleccionar es bueno. Pero, ¿no te gustaría saber cómo se forman los cristales?
—No, no me interesa saber cómo, me gustan sólo los lindos.
—Lindos... —Por un instante, la robot pareció meditar la respuesta—. Estás hablando de la hermosura. Es un concepto abstracto que no se condice con el estudio geológico que queremos encarar.
—Hoy dices palabras raras, Sicé. ¿Dejarás de parlotear o tendré que desconectarte?
—Mis Superioras lo sabrán, acuérdate de lo que pasó la última vez. Hasta me cambiaron la frase clave. Sabes que debo dar cuenta en el Matriarcado de los adelantos en tus estudios. Hagamos un trato: eliges los cristales y luego estudiamos cómo fueron creados.
Monmée miró a la robomaestra, y frunció los labios. Al cabo de un rato asintió con un gesto. Las Mayores eran un estorbo: siempre vigilando, a lo lejos, dándoles órdenes a las robots. Ella nunca pudo hablar con esas figuras grises que la observaban a lo lejos. Sicé le había dicho: “Algún día te convertirás en una de ellas”. Monmée odió a Sicé por eso.


Lejos de allí, los controles de la Central Climática indicaban que se había ingresado en la fase dos. La maquinaria trabajaba a pleno y el supervisor no debía dejar pasar ningún detalle.
—Sisniti, los últimos parámetros.
—Sí, señor: detecto una lectura de vida en el lecho de Lago Seco.
—Quiero acercamiento.
Sisniti pensó los controles:
—Señor, es una infanta acompañada de su robomaestra.
—Comunícate con la robot, dile que la saque. Da parte al Matriarcado. El agua proveniente del escudo de hielo está por ingresar a nuestro espacio.
—Sí, señor, inmediatamente.
El subalterno cumplió la orden.
—¡Monmée, debemos irnos! —El robot vibraba en código de evacuación—. Estamos en peligro. ¡Rápido, rápido!
—Te dije que te callaras, Sicé. —La niña tomó una piedra del suelo, una fea y grande, y golpeó a la robot. Ella sabía dónde—. Listo, te golpeaste el censor de realineado, no te desconecté.
 En la Central Climática, el tiempo se aceleraba. Fase tres.
—Sisniti, las últimas lecturas, por favor.
—Todo según lo calculado, señor. El agua mantiene el curso. Las fluctuaciones subespaciales están bajo control. Aunque la infante aún sigue allí.
—Le pedí que le avisara a la robomaestra.
—Así lo hice, señor. Pero algo sucedió, ya no puedo comunicarme con ella.
—¿Tiene la respuesta codificada del mensaje de evacuación?
—Si, señor.
—¿Estamos a tiempo de mandar algún vehículo?
—No, señor.
—Entonces lo siento por la pequeña, pero no es problema nuestro. La última fase nos espera.
Monmée seguía recogiendo cristales en el lecho del antiguo lago. Accionaba manualmente el contenedor robótico y caminaba en círculos concéntricos buscando y buscando.
La brisa aumentó y se volvió fresca. El suelo se llenó de reflejos. La niña levantó la cabeza. Vio el cristal más hermoso de todos. Se acercaba, y a medida que avanzaba, su tamaño crecía.
El agua besó el lecho del lago y lo llenó en un solo y calculado movimiento.

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