El negro se regocija con sus bolas. Las pasa de una mano a la otra. Las sopesa con delicadeza y es evidente que esto le proporciona un singular deleite. Acaso por ello sonríe mientras ejecuta tan grata tarea. Por momentos, sus movimientos parecen perder entusiasmo, entonces cabe suponer que dejará por fin de manipular, pero no, sólo modifica el ritmo para apurar sus maniobras, dotando así de mayor realce su jugueteo, al tiempo que se hacen más vistosos sus holgados calzones.
Bolas arriba, bolas de costado, hacia un lado y otro y vuelta a revolearlas, con primorosa cadencia, ahuecando la palma de sus manos. Sus largos dedos, oscuros y lúbricos, cumplen con el consabido manoseo. Mientras, el mundo se reparte en sus distintas versiones de primero, tercero y último; y el futuro, ahí nomás, revoleado, apremiante, en su mirada de bolas arriba, lisas y brillantes ya de tan sobadas, y bolas abajo, no del todo esféricas pero admirables en la armonía del conjunto, y boleo y revoleo de bolas. Hasta el instante de infausta distracción. Porque señora rubia, fascinada con las bolas, mordiéndose un cachito el labio, dispara flash de maquinita, y chau negro, encandilado, con mirada de rotas bolas, y sus bolas de malabares caídas, entre las piedras de la concurrida calleja colonial.
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