—¿Razones para ir a Japón? —me preguntó aquel día, sin siquiera levantar la vista.
Seguía sentada sobre sus propios talones, con el piyama de la noche anterior aunque nunca se había acostado por culpa de los papelitos. Lo recuerdo bien: parecía un nene con un juguete nuevo. ¿Cuánto tiempo llevaba en esa posición incómoda, plegando y plegando papelitos de colores?
Papel glacé metalizado, papel afiche, papel de regalo con diseños kitsch: el piso de parqué era un collage multicolor.
Hizo un bollo con el papel que tenía en las manos y comenzó a rasgarlo en tiras.
—¿Ves? —me dijo—. En Japón no pasa esto. Allá nunca se satura el papel—. Seguía desgarrándolo, con movimientos enérgicos—. Ellos tienen un papel especial, con fibras elásticas. Es mucho más resistente que el nuestro, permite infinidad de pliegues, infinitos detalles.
Dejó a un costado esas tiras inútiles que ya nunca alcanzarían su forma oriental, pensó en una nueva presa: pasó el brazo con indolencia y con la manga de su piyama desparramó algunos papeles. Debajo de grullas imperfectas, figuras amorfas y rollos de papel arrugados encontró el lápiz negro y la regla. —Además —continuó—, allá el papel ya viene del tamaño que corresponde.
Sentí que consideraba inadecuado realizar mediciones y cortar el papel, como si hubiese algo de profanación en sus actos, como si hiciera trampa.
¿Trampa? ¿Qué trampa puede haber en armar barquitos y sombreros de papel, como hacen los pintores con el diario?
—¿Razones para ir a Japón? —repitió, y luego la sentencia: —Comprar papel de origami.
Lo recuerdo bien: le prometí que le conseguiría el papel adecuado, pensando que pronto se olvidaría de ese vicio insensato y que volverían las mañanas compartidas, con tostadas y café de granos, la camisa con olor a lavanda, las tardes de rutina.
Y me creyó. Creyó que le conseguiría papel de plegar japonés: me habló de la exquisita fragilidad del papel de seda, de cómo se suele usar asociado, en dos o tres capas; del papel vegetal, que realza bordes y siluetas; del papel metalizado; de la cartulina de dos caras.
Lo único que conseguí fue profundizar su interés.
El envío llegó a los pocos días, derechito sin escalas desde la tierra del sol naciente, gentileza de Federal Express y de Internet.
—¿Qué hacés ahora? —le pregunté.
—Un dragón.
—¿Un dragón?
—Sí, un dragón.
Apoyó la figura sobre la mesita ratona.
—Eso no es un dragón —me burlé. O intenté burlarme, en realidad. Esta vez no se trataba de alas sin simetría o patitas desaparejas, como me había acostumbrado a ver en las últimas semanas. En esta ocasión había escamas, una cola larga y filosa, fauces. ¡Hasta zarpas! La figura tenía unas horribles zarpas.
—¿Que no? —me dijo—. ¿Que no es un dragón?
Y su dragón de papel se consumió en una bocanada de fuego.
No volvimos a comprar ese papel y aún guardo la corbata chamuscada.
Tenemos razones para no ir a Japón.
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