Cuando el General Alvarado volvió del desierto (porque una vez que las leguas quedaron pobladas de cadáveres eso mereció el nombre de “desierto”), sintió el vago resquemor que le había provocado la última frase de Pincén: “todavía no me voy a morir, vas a recordarme hasta el último trazo que dibujen tus plantas”.
“La maldición de un vencido, el odio final de un hombre al que el humus ya comienza a devorarlo; no es más que eso”, pensó el General para tranquilizarse.
Después de la milicia se dedicó a administrar sus campos.
En el final de una lenta jornada de febrero debió hacer un rodeo que lo llevó hasta el límite de unos pajonales, lejos del casco de la estancia.
Se apeó del caballo que comenzaba a corcovear. Lo sorprendió en la frente el golpe de uno de esos goterones pesados que se expanden al caer. La tormenta venía detrás del viento. Enseguida el aire se pobló de un olor húmedo. Maldijo las leguas de su terreno; maldijo estar lejos de la china que ya le estaría preparando el puchero grasoso en la casa.
Le costó levantar su pierna. La tierra blanda parecía querer hundirlo lentamente. A unos metros el caballo relinchaba asustado, chapoteando en la ciénaga infinita que comenzaba a formarse.
La huella que dejó la bota le pareció un mensaje antiguo forjado en el barro, en el agua, en el tiempo. Al hundirse pensó que Pincén (o los huesos de Pincén) lo recibirían ahí abajo, en la noche profunda del llano.
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