Tic. Había retrocedido para observar el efecto de la última pincelada y tac. Estaba en el aire, cayendo.
Primero, antes de poder gritar, se ahogó. El terror se le enredaba en la garganta como un trago desmesurado; a la voluntad reptil (clamar, aullar pidiendo auxilio) se oponía la parálisis inducida por el inminente choque contra el suelo.
Pero finalmente pudo gritar. Histéricamente. Desesperadamente. Y bramó, chilló, rugió. Inútilmente. ¿Qué magia puede modificar el hecho de que ochenta kilos de carne lluevan a cántaros desde el piso 30? Seguiré gritando, se dijo con asombrosa lucidez, hasta que la fuerza del aire exhalado por mis pulmones logre frenar la caída. Consiguió darse vuelta (había estado cayendo de espaldas) y siguió gritando. Pero no dejó de caer, y la velocidad de caída no disminuyó un ápice, por el contrario: notó que aceleraba. Volvió a girar sobre sí mismo; la vereda venía al encuentro de su cuerpo con el crudo realismo de un film catastrófico, aunque al mismo tiempo parecía alejarse como afectada por la deformación angular de una lente ojo-de-pez.
Voy a morir, pensó; nada puede remediarlo. Mis huesos estallarán formando mil puntas de flecha, perforando desde dentro los órganos y la carne hasta dejarme convertido en un espectacular erizo de púas blancas; los transeúntes se detendrán a observar el bulto inmóvil y harán comentarios ridículos, poniendo de relieve su estupor; luego mirarán hacia arriba, construyendo teorías, tan especulativas como imprecisas.
Sin embargo, seguía cayendo. ¿No terminaría nunca? Descubrió que había cerrado los ojos para evitar la visión del impacto y cuando volvió a abrirlos notó que el suelo, relativamente, se empezaba a alejar, ¿o era una ilusión óptica?
La Ley de Gravitación. ¿Qué sabía acerca de eso? Galileo y Newton pasaron a su lado, superándolo, abrazados como viejos borrachines, puteando a Einstein porque la formulación de la Teoría del Campo Unificado hería sus finas sensibilidades. Visiones. Delirios. Esta caída debe terminar en algún momento, se dijo; de hecho: ya tendría que haberme estrellado. ¿Qué extraña fuerza operaba desde la dirección opuesta? Volvió a especular con la idea de que no tenía experiencia previa en eso de precipitarse al vacío. ¡Tonterías! Sabía de muchos casos de personas que cayeron y murieron. No, la gravedad no tenía nada que ver. Entonces, qué.
Aquiles. Esa era la respuesta. La distancia entre Aquiles y la tortuga equivale a la distancia entre mi cuerpo y el suelo, reflexionó. Mientras Aquiles recorre la mitad de la distancia que lo separa de la tortuga, la tortuga recorre la mitad de la distancia que la separa de un punto imaginario, ubicado a cierta distancia de donde se encuentra en ese momento. Como la Tierra se mueve en dirección a un punto del espacio (cuya ubicación ahora no viene al caso), recorre la mitad de esa distancia en el mismo tiempo que el cuerpo cayendo recorre la mitad de la que le corresponde. Y así sucesivamente. De tal modo, si bien la distancia es finita existen infinitas posibilidades de dividir esa distancia.
Bien; aquí estamos. ¿Existe alguna refutación de la paradoja de Aquiles y la tortuga? Si bien la incomodidad de la caída era un obstáculo para profundizar el tema (la camisa, embolsada desde la cintura le tapaba parcialmente el rostro; el polen flotante se le metía los ojos; lo azotaban las ramas de las azaleas que sobresalían de los balcones), el sentido común le indicaba que la teoría debía hacer agua por algún lado. No obstante, ante la precariedad de la situación, bien podía prescindir de una confirmación inmediata de la teoría. ¿Por qué no dejar eso para un futuro indefinido, cuando el panorama apareciera un poco más claro? Decidió, finalmente, cambiar de actitud, disfrutar la caída, y en eso estaba, cuando se estrelló contra el suelo. Los huesos estallaron formando mil puntas de flecha y perforaron desde dentro los órganos y la carne hasta dejarlo convertido en un espectacular erizo de púas blancas; los transeúntes se detuvieron a observar el bulto inmóvil e hicieron comentarios que pusieron de relieve una enorme perplejidad; miraron hacia arriba, construyeron teorías, especulativas e imprecisas. Aquiles y la tortuga no fueron mencionados, para nada.
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