La mujer se presentó en el pueblo proclamando un don único. Decía que no podía adivinar el futuro, porque ese territorio sólo era de Dios. En cambio, era capaz de profetizar en forma absoluta el pasado de cualquier persona, decir exactamente lo que le había ocurrido años atrás con precisión astronómica, de modo que cualquier hijo del vecino pudiera recuperar algún hecho escondido en la bruma del tiempo, algún engaño que nunca logró salir a la luz, cierta palabra no escuchada y que pudo haber sido importante; en definitiva, las más lejanas galerías cerradas a la memoria.
La cuestión fue que la vidente tenía la costumbre de equivocarse y comenzó a errar en la mayoría de sus predicciones inversas, por lo que mucha gente se enteró de cuestiones inexistentes.
Y es así que más de uno lamentó haber vivido años con una esposa infiel, siendo que la mujer en realidad había sido un aburrido compendio de virtudes.
Otro lloraba su condición de adoptado, sin querer notar que los rasgos que lo unía a sus padres eran irrefutables.
El de más allá se quejaba de no haber elegido cierto número de la lotería que tuvo entre manos, obviando el hecho de que jamás en la vida había hecho una apuesta.
Los ciudadanos que creían recordar el pasado comenzaron a quebrantar el verdadero destino, como si las palabras de la mujer necesitaran crear mundos alternativos para poder justificarse.
Los adoptados se despertaron un día y comprobaron que los padres de siempre se habían evaporado. El supuesto engañado halló en su cama a otra mujer que, efectivamente, en un tiempo paralelo le había hecho crecer una frondosa cornamenta. El apostador tenía entre manos el número de la fortuna, aunque desconocía todas las deudas que había acumulado a lo largo de tantas décadas en juegos oficiales y clandestinos, de modo que ese golpe de suerte no cubría ni la mitad de su derrumbe.
La vidente, entretanto, se dedicaba a ramificar universos, y a su vez estos se multiplicaban como lenguas babélicas, al punto que un mismo hombre ya no sabía cuál realidad habitaba.
Y el mismo autor de esta crónica, a la par que escribe estas palabras, contempla cómo una dama entra en la habitación con una lustrosa Baretta y le apunta serenamente, con la suave condescendencia de las viejas heroínas de las películas en blanco y negro. Tal vez todo cambie y una nueva realidad lo salve (me salve) justo a tiempo, aunque parece que es tarde, porque ella martilla el revólver y ya es el fogonazo.
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