Por la brillante ingenuidad de sus comentarios supongo que vino de muy lejos, pero nunca lo supe con certeza. La llamé Luz porque tenía la mirada penetrante y limpia como el cristal de roca.
—No puedo entender este mundo—decía— donde unos lo poseen todo y otros nada.
Nos amamos con intensidad. Presentía en nuestra relación la brevedad de las cosas perfectas.
Un día despertó con los ojos brillantes de lágrimas y me abrazó.
—¡Y son, sin embargo, tan pobres! —susurró—. Adiós, debo liberarlos.
En la calle su mano izquierda rozó el hombro de un señor. Segundos después sus billetes eran papeles con insólitos dibujos.
Tras su toque, las monedas mutaban en guijarros; las tarjetas de crédito se tornaban traslúcidas e inútiles. Los lingotes de oro, barras de mantequilla; chocolate fundente los de plata.
Entonces ellos se asustaron.
La enjuiciaron pero no fue posible demostrar causalidad entre su toque y la transmutación de los dineros.
Le cortaron la mano izquierda, pero la derecha producía similares efectos. Cuando le cercenaron la diestra lo hizo aún con los muñones. Sin brazos, Luz continuó trocando el efectivo sólo con la mirada, y cuando la cegaron utilizó los pies.
Exasperados, la llevaron a un atolón y detonaron una nuclear de dos kilotones.
Más allá de la onda expansiva una fuerza ignota se desplegó avasalladora, atravesó casas, bóvedas, cofres, billeteras, barriendo a su paso con todo el capital del orbe.
Comprendí entonces que el legado de Luz era esta oportunidad para un nuevo comienzo.
1 comentario:
Ah... ahora entiendo. El efecto de la onda expansiva llegó hasta mi cartera.
Muy bueno.
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