miércoles, 5 de noviembre de 2008

El monstruo que vivía debajo de la cama - Claudia Suberbordes


Soy el monstruo que vive debajo de la cama.
Durante el día me oculto dentro de las valijas o las cajas de zapatos que los dueños de la casa abandonan debajo de la cama por no tener más espacio en los armarios.
Durante el día duermo: no constituyo ningún peligro para nadie. Durante el día soy apenas una sombra; el que me busque descubrirá sólo pelusas y polvo.
De noche me dedico a asustar a los niños que duermen arriba de mi cama. 
Una vez que la madre les apaga la luz del cuarto, les da las buenas noches y sale de la habitación, yo intervengo.
Primero me dedico a producir toda clase de ruidos que provienen inverosímilmente de cualquier rincón del cuarto, y de ninguno. Mi especialidad es la perfecta imitación de una gigantesca serpiente que se arrastra por el parquet de la habitación, aguardando el momento de atacar a su presa. Pero también produzco otros ruidos, igualmente horrorosos: por ejemplo el del enterrador que clava rítmicamente la pala en la tierra fresca para cavar la tumba, o el del insecto gigante que devora los libros de la biblioteca; en fin, todos mis ruidos son terribles: de todos me enorgullezco.
Luego dejo entrever una de mis zarpas por el costado de la cama y la retiro enseguida, a continuación emito una especie de gemido ahogado. Si el niño se atreve a asomar su cabecita debajo de mi cama, lo que ve son un par de relucientes ojos rojos brillando en la oscuridad.
En este punto, por lo general el niño se pone a llorar llamando a su madre; entonces corro a ocultarme nuevamente entre las sombras.
Me gustan los niños que no son fáciles de asustar: a esos los trato con una crueldad refinada; elijo con todo cuidado los ruidos más horrendos especialmente para ellos, y los conduzco poco a poco por el camino del miedo, hasta llevarlos a las cimas del más exquisito terror.
Aborrezco en cambio a los temblorosos niñitos de mamá que se ponen a chillar histéricamente en cuanto comienza la función. No hay peor público que un niño cobarde. No tengo piedad para los cobardes.
Eventualmente, el niño crece y deja de temerme. Entonces sé que ha llegado la hora de mudarme y buscar un nuevo hogar debajo de la cama de algún otro niño.
Soy un monstruo, pero no carezco de sentimientos. Cada vez que debo abandonar para siempre al niño de cuyo terror he sido el dueño absoluto durante tantos años, no puedo evitar que una lágrima de nostalgia se deslice por mi mejilla.

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