En la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de la acera y mirar.
En el Once, un morocho petizo y fuerte espera el semáforo en una esquina. Abraza a un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso, con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo.
En Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.
En Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos, junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto sólo la jovencita me mira. Mira como pidiendo ayuda.
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