domingo, 5 de octubre de 2008

Xenofobias - Marcelo Luján


El chino que vende los pollos flacos —asados— en la esquina de tu casa no es chino: es tailandés. Pero te da igual. El otro día fuiste a decirle que a ver cuándo iba a traer pollos de tamaño normal y el chino soltó una sonrisa que lo mismo valía para decir sí que para decir por qué no te vas a comprar a otro chino. Después le pediste una lata de gaseosa de regalo. El chino te la dio: la oferta era esa y te la dio. Pero tuviste que pedírsela. Vende barato el chino. Y pregunta poco. Nada, no te pregunta nada y comprarle los pollos flacos con la guarnición y la lata de regalo es facilísimo y rapidísimo. Tiene una calculadora en el cerebro que le impide equivocarse aun bajo cualquier tipo de presión, sea esta económica o espacial. También vende carne asada. Carne de vaca. Pero eso ya no se lo comprás porque el mito te lo impide y porque de la cocina —siempre que vas— salen miles de chinos y chinas y chinitos constantemente. No saludan y se empujan bastante cuando coinciden detrás del mostrador. Ah, y no son chinos sino tailandeses. En la otra esquina de tu casa hay una rotisería atendida por sus dueños. Son argentinos. Gritan y hacen chistes absurdos mientras atienden a la clientela. Fuiste una vez: era invierno y la noche se te había venido encima como una nube de polvo. Compraste empanadas y una fugazzeta chica. No regalaban nada. Ni la hora. Y te cobraron caro: pagaste con un billete de cincuenta y al otro día, cuando quisiste pagarle al chino de los pollos flacos, caíste en la cuenta de que te habían dado mal el vuelto.

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