A los dieciséis años Marcelo Oblivio conocía con algún rigor la gramática griega. A los dieciocho tradujo versos de Homero y de Catulo y sintió un trato más íntimo con el último poeta. A los veinte comenzó a trabajar en una edición del Fedro, labor que le demandó media década de esfuerzos. Pocos días antes de obtener el doctorado sufrió un aneurisma, por lo que estuvo un mes suspendido entre la vida y la muerte.
Al despertar sintió apetito y le pidió a una enfermera de brazos macizos tostadas con dulce de membrillo. Todo lo que hasta entonces había hecho se le desdibujó como si nunca hubiera pasado. Paradójicamente, su rostro comenzó a experimentar una nueva forma de aplomo.
Como era de esperar, los médicos le recomendaron descanso, distracción.
Por las tardes el joven solía ir a uno de los muelles del Tigre. Le gustaba quedarse junto a las barcazas abandonadas que parecían osamentas de animales penitentes.
Buscaba siempre el mismo banco de madera. Allí creía percibir la reverberancia de nombres antiguos. Sin saber por qué, una tal Helena de Esparta se superponía al rumor del agua, mientras que la hilera de sauces que entraba en la sombra le traía a la mente la belleza de la palabra “alegoría”, aunque había olvidado qué significaba exactamente eso.
Sin embargo no dejaba de sentirse feliz. Y es que el mundo era perfecto mientras alguna barca siguiera remontando el Delta, indiferente a la luna y al ladrido de los perros.
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