El veneno no funcionó, culpa de la inútil de su mujer, que había equivocado las etiquetas de los frascos, invirtiendo estricnina y bicarbonato. Ambos solucionaron sus problemas de acidez y, en el caso de ella, definitivamente.
La segunda vez quiso colgarse, pero la viga carcomida por las termitas cayó, arrastrando media casa detrás. El frustrado suicida solo recibió algunos golpes. Ninguno mortal, a diferencia de su suegro que, postrado desde hacía años, yacía en la habitación de abajo.
Un amigo de la familia, para distraer a los flamantes viudos, suegra y yerno, los invitó a un paseo en yate. Era una ocasión excelente, pensó Luis, para concretar su propósito. Su suegra lo descubrió justo cuando iba a saltar por la borda. Tratando de impedírselo, fue la vieja bruja quien cayó al agua, hundiéndose como una piedra. ¡Imposible rescatarla!
Seguro de que ya nadie interferiría con su decisión, cargó la vieja pistola de su padre. Un segundo antes de que la apoyara en su sien, sonó el timbre. Era su socio, ese santurrón insufrible, para comunicarle que no pensaba encubrirlo, que el desfalco quedaría expuesto en la próxima reunión de accionistas. Cuando vio el arma, intentó convencerlo de que esa tampoco era la solución, y que recordara que el seguro recíproco no se pagaba en casos de suicidio, por si había pensado reponer de ese modo el dinero ausente. Con calma, sintiéndose ya más allá de cuestiones tan prosaicas, le dijo que se metiera en sus asuntos, que le importaba poco si se cobraba o no esa suma. Viendo que con palabras no iba a lograr nada, el comedido intentó desarmarlo; él se resistió, forcejearon, como en la trillada escena de una vieja película... El disparo dio en el pecho del visitante, que murió en el acto.
A pesar de la sospechosa acumulación de fatalidades en torno a Luis, las pesquisas revelaron que ese también había sido un accidente. De pronto, el fracasado aspirante a difunto comprende que podrá cobrar dos seguros a su nombre, además de la herencia que, como único sobreviviente del grupo familiar, le corresponde. Los que le hacían la vida imposible han desaparecido. Los accionistas, comprensivos, accederán a postergar la reunión, dándole tiempo para reponer lo sustraído.
Y aún después de hacerlo le sobrará dinero, mucho dinero, con el que podrá disfrutar los años que tiene por delante.
Por fin es libre. Ya no tiene ningún motivo para renunciar a la vida, que ahora se muestra seductora y llena de promesas...
La muerte, ofendida por la traición de su festejante, ubica de manera estratégica una cáscara de banana.
Y, al pie de la escalera, lo aguarda con los brazos abiertos.
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