—Ahora la hice buena —dijo en voz alta Arnold Waiss, antes Kurosawa y antes de eso Felisberto Rodríguez—. Este lugar es más raro que Ganímedes. —Los carteles, en efecto, estaban escritos en un idioma similar al castellano, pero también parecido al gallego, al francés, al catalán, al occitano y al grisón. Creacions màgiques artesanals, rezaba el cartel. Y rezaba a voz en cuello, lo que para un ateo como Arnold Waiss no dejaba de ser una molestia—. Y ahora, ¿quién podrá ayudarme?
—Nosaltres —dijeron al unísono dos figuras de paño saliendo de un agujero de la colina.
—Jo sóc Llimona —dijo la muñeca amarilla.
—I jo Carabassa —agregó el fantoche anaranjado.
Arnold no lo pensó dos veces. Ya había pasado por experiencias extremas como las del buz, la oveja parlante y la pelirroja explosiva. Pero muñecos de trapo...
Pasó a la carrera por la habitación de la pintora y se metió de un salto en el sitio más acogedor de todos los que había visitado, aunque el propietario fuera un funcionario furioso que trataba de reescribir la historia de Jesucristo. ¡Vaya tío!
—No te puedes quedar aquí —dijo el cincuentón—. Esto es propiedad privada. Si no te mueves lanzaré sobre ti a mis hámsteres mutantes.
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