Mi gallito tenía las plumas doradas y negras. Tenía una cresta roja y caída como los gallos grandes y se la pasaba correteando a las gallinas del vecino.
Yo iba a su encuentro siempre que llegaba del colegio. Lo cargaba y lo acariciaba y lo ponía a picotear los granos de maíz en mi mano y a beber agua en la taza que le había colocado en el abrevadero.
Mi gallito cantaba todas las mañanas que era un contento y era tan hermoso su canto que competía con el turpial de los Gómez y le ganaba en tesitura y brillo.
Alguna vez dije que mi gallito crecería y que tendría unos pollitos parecidos a él y que moriría de viejo, como morimos todos. Pero yo tenía doce años y mi gallito era tan pequeño que no había por qué pensar en esas cosas. Él era, por esos días, mi juguete preferido. Y no tenía mucho de donde escoger porque mi mamá era una ama de casa pobre y mi papá no tenía un empleo estable.
Una tarde llegué del colegio, tiré los libros sobre la cama y me fui a buscar a mi gallito. Regué la vista por todo el espacio del patio pero no lo vi. Debe estar en el gallinero de al lado, pensé. Pero tampoco. ¿Se fue para la calle? le pregunté a mi mamá. Ella no supo que responderme, se le notaba triste, con la mirada en otra parte. Como si no quisiera revelarme la suerte de mi gallito. Pero yo abrigaba la esperanza de que apareciera en las manos de algún vecino, como había ocurrido en dos ocasiones anteriores. Pero no ocurrió.
Media hora después supe la verdad al ver en el plato sobre la mesa un par de muslos pequeñitos que me negué a comer. Me fui entonces para el cuarto a llorar y a decir entre sollozos todo lo bueno que sabía de mi gallito y a gritarle a mi mamá que yo no era capaz de comérmelo. Mi madre llorosa y arrepentida me abrazó y me dijo: Eso es lo malo de ser pobre, mijo. A veces hacemos lo que no queremos. Por necesidad.
1 comentario:
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Aunque yo seguramente eliminaría las tres últimas frases, el cuento es estupendo.
Muy bien contado en su sencillez aparente.
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