miércoles, 15 de octubre de 2008

Lecterianas - José Luis Vasconcelos


Cuando tuve tu espalda junto a mi pecho un olor a trapo viejo fermentaba el espacio breve que nos separaba. Tu esencia de moho invadió mis pulmones. De tus cabellos se desmadejaban rodajas de tocino frito en la humareda punzante de los pensamientos. Volteaste hacia mí y una tufarada de cebollas encendió mi lujuria.
Tus piernas sobre mis mejillas. Acariciante roce de jamones que mi lengua reconocía como viejos y salados y temblorosos territorios de todas mis papilas gustativas.
Apetecido montículo de carne blanda y perfumada, con los condimentos que la vida coloca con sapiencia. Tu risa de orégano untaba mi corazón cuando mordías mis dedos y mis pellejos danzaban prisioneros de tus estalactitas dientes.
Podría comerte toda de un solo bocado. Pondría a hervir tus sesos durante varias horas. Los masticaría despacio, sin prisas y los restos serían dorados al sol y fabricaría cordilleras fragmentadas para construir guarniciones en las tardes de hastío.
Tus pulmones, hígado, páncreas e intestinos serían ingrediente vitalicios de ese menudo que tanto nos fascinaba en los días de resaca.
Ni qué decir de tus ojos: huevos cocidos con aceitunas verdes. Y tu corazón: latiendo lento entre mis manos como un pollo tembloroso caído de su nido.
Sabia mezcla de ti que se transforma en una masa suave y pastosa que recorre a sus anchas la molienda que se oficia dentro de mi paladar.
Antes de comerte, cruda o asada, te olfatearía toda. Hundiría mi nariz en cada poro para reconocer cada instante que se quedó danzando entre olores del tiempo.
Te extraño tanto porque dejaste tu esencia grabada en los dobleces de mis sábanas sombras.
Te quiero más porque te guisas en mis sueños y tu aroma se aleja a perfumar el mundo cada noche.
Te baño en mi saliva porque eres el cuerpo de mi sangre.

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