Tienda de anticuarios atiborrada de objetos que vienen del Oriente.
En la tienda, un hombre mayor al que le toca desempeñar el oficio de dueño le muestra a un desdeñoso cliente una mezcla de maravillas y supercherías. El otro sonríe. Es un hombre de mundo y no está dispuesto a gastar su dinero en bagatelas. Una piedra translúcida que a la vez irradia algo indefinido le llama la atención. Quiere saber qué es. El vendedor da algunos rodeos, como si no quisiera hablar del asunto. El otro exige. Le cuenta que es una joya que, en caso de ser tocada con la mano izquierda en el borde superior, tiene el don de mostrar cómo será la muerte de su dueño. Le sugiere entonces que no se atraiga la desgracia.
Risas del cliente. Nada lo asombra: ha estado en la India, conoce las riberas Canópicas, ha frecuentado el Nilo y el Ganges. Decide llevársela.
El dueño de la tienda le sugiere que use un guante de cuero. Pareciera ser que es el único modo en que la piedra no ejerza su poder.
El otro hombre, un poco por juego y otro poco por curiosidad, pasa la mano por el borde del objeto y enseguida paga las veinte monedas asignadas.
Lo que parecía una superficie pulida en realidad era un borde cortante hecho de miles de aristas invisibles que le han provocada algunas escoriaciones en la piel. Siente un mareo y luego algo que se parece al vértigo. Comprende todo. Las aristas están envenenadas.
Antes de caer ve su propia imagen reflejada en la piedra. Es la de un hombre muy pálido que ya inicia el derrumbe.
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