viernes, 3 de octubre de 2008

La última carga de Masoré - Cristian Mitelman


“A veces hay que ir a las batallas como un pobre va una fiesta: con el mejor atuendo que a pesar de todo se tenga”, le dijo el General Masoré a su lugarteniente, un hombre cuya mirada brillosa enseñaba el rigor de los sucesivos días de hambre.
Ya no había pertrechos; los cañones eran inservibles; la tropa estaba constituida por jirones de soldados. Masoré contó los cuerpos esparcidos y pensó en un futuro ejército de huesos.        
Con voz ronca  mandó a traer todos los cordeles que pudieran reunirse. Enseguida los muertos fueron atados a los caballos que sobrevivían. Los otros, en cambio, miraban desde los charcos a la luna, mientras las moscas comenzaban a congregarse en torno de las vísceras azuladas que escapaban de las heridas.
En la última batalla los enemigos de Masoré se asombraron al ver lo poblado de sus tropas. Muchos de ellos aseguran haber tenido que luchar contra unos cadáveres que sabían defenderse con elegante estrategia. 

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