Llamaban John Blue a un pequeño robot que por esos días hacía furor entre los escritores. Tenía forma humana, y si bien su color era plateado, cuando trabajaba emitía centelleos de un fantástico color azulado. Tenía la función de generar historias o bocetos de ellas a partir de las palabras que uno introducía en el teclado de su pecho. El mínimo era de dos palabras, no había máximo estipulado. Uno activaba el robot, lo conectaba a la computadora principal y se limitaba a elegir las palabras clave para la historia. Blue se ocupaba del resto. Una vez finalizada la carga de palabras, sólo había que presionar la tecla ubicada sobre el corazón.
Yo necesitaba un relato corto, cuyo tema principal fuera la muerte. Había escrito algo, pero aún no estaba conforme con los resultados. Prendí la computadora y releí mis borradores de la noche anterior. Sólo uno entre tres me parecía potable. Descarté los otros y tras el segundo café de la mañana, conecté a Blue.
Muchos de mis colegas ya no escribían, se limitaban a usar al pequeño robot y ellos sólo estampaban su firma como autores. Pero yo seguía escribiendo, creaba mis propios cuentos y novelas. Sólo usaba a Blue como un guía, y siempre elegía la opción “boceto” por sobre la de “relato completo”. Mi esposa me había regalado el robot al cumplir nuestro primer año de casados, con una notita. “Gracias por permitirme ser parte de tu historia. Te quiero. Beth”.
Le había costado una pequeña fortuna, y su obsequio llegó en una época de las que yo denomino “pantalla blanca”, en la cual me sentaba a escribir pero no podía avanzar ni una palabra; estaba bloqueado, sentía que me habían robado todas las ideas. Elizabeth no me había regalado a Blue para reemplazarme como escritor, sino como un salvavidas, una ayuda, un asistente de trabajo.
Mientras terminaba mi café, pensaba en que de verdad había sido un gran acierto el adquirir a John Blue. De a poco comenzamos a ver buenos resultados, mi depresión cedía a la vez que aumentaban mis relatos en cantidad, y sobre todo, calidad.
Con el robot aguardando instrucciones, anoté las palabras escogidas. No más de una docena, precisaba un relato breve y ya tenía algo escrito por mí. Blue comenzó a trabajar. Su suave zumbido y centelleos azules siempre me resultaban hipnóticos. Me quedé dormido en el sillón. Desperté horas después, con el timbre del teléfono llamando insistentemente. Una voz, del otro lado del teléfono, me comunicó, conmocionada, que mi esposa se había arrojado a las vías del tren.
No... ¡Elizabeth!... mi amor, mi vida...
John Blue sigue conectado a la computadora. Mira, desde sus ojos de cristal líquido, el cuerpo sin vida del escritor, las lágrimas, el revólver en el suelo, el agujero en la sien.
Y súbitamente pasa al modo “historia completa”. Su cuento del escritor suicida circula por Internet como una leyenda urbana. Y es todo un éxito.
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