Las ráfagas de estrellas moribundas anunciaban la agonía de la pequeña galaxia, que era literalmente engullida por su vecina colosal, no obstante la tenaz resistencia de dos millones de años. Iod observaba desde su cubil la maniobra y pensaba en los millones de planetas que irían a desaparecer en el cataclismo, y en los miles de millones de seres que morirían sin darse cuenta.
Iod vivía en al séptimo cielo y para él las galaxias eran objetos diminutos que le entretenían sus observaciones. Vivía solo desde tiempos inmemoriales, sin padres ni hermanos ni esposa ni amigos. Y así había sido siempre. Ignoraba sus orígenes, sólo sabía que era Él, el Único y el depositario de la Fuerza, puesto allí para cumplir una misión que le sería revelada a su debido tiempo.
Miró —un millón de años después— cómo el último de los anillos de la galaxia pequeña se perdía en un desfiladero de materia oscura y generaba un estallido multicolor que semejaba el brillo del nacimiento del universo, por los tiempos del primer círculo. Percibió el llanto de los elementos disparados hacia la eternidad. Y alcanzó a sentir el dolor de una especie que había logrado acercarse a su pensamiento y que perecía devorada por el fuego.
Iod centró su mirador hacia ese sector del cielo y logró ver las ilusiones de sus pequeños seres diseminadas por el espacio que se llenaba de cenizas y escombros. Pensó que eran buenas y decidió salvarlas.
—¡Vengan! —le dijo a las pequeñas espirales que flotaban en el espacio que se abría.
Las cadenetas del mensaje se movieron hacia Él y Iod las envió con su fuerza hacia otro lugar del cosmos, y las sembró en las aguas de un planeta azul, para perpetuar las ilusiones de la especie devorada.
—¡Que la vida, sea! —dijo en el instante de la siembra.
Y la vida fue, una vez más, y el planeta se llenó de plantas y de mares y con el correr del tiempo, de seres inteligentes que pensaron en Iod, pero de un modo diferente.
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