—¡Abuela, tengo una pelusa en el ombligo!
Entré a casa gritando. Ella se acercó tan rápidamente como sus años y el bastón lo permitían:— Querido, ¿otra vez?
— Ya deberías saberlo de memoria, vos me criaste. Desde que mamá murió en el parto, cada cinco años sucede lo mismo.
Sirvió un té de tilo para los dos. Ultimamos los detalles.
— Punto arroz ni se te ocurra, abuela, ya lo usé por los setenta y en el noventa y cinco.
— Estás crecidito, necesitás una trama más fuerte: ¡punto Inglés!
— No, ya sabés que les tengo cierta aprensión. Quiero ochos y algún dibujo.
— Querido, con mi edad, la artrosis y mis problemas de vista...
La terminé convenciendo. Decidido el punto, no restaba más que actuar. Conocíamos el mecanismo a la perfección: Ella extraería con una pinza la pelusa, que era la punta; comenzaría a ovillar mientras yo me empezaba a destejer con lentitud. Nueve meses le había llevado cada vez tejerme nuevamente a la vida. Maldije no haberle hecho caso, el modelo que le exigí era demasiado complicado. La enterraron cuando andábamos por las rodillas. En esta ocasión, para peor, había comenzado por las extremidades inferiores y mis otras partes, quedaron en ovillo.
Ahora sólo ruego que este gato asqueroso deje de jugar con mis testículos.
1 comentario:
Tuve que leerlo dos veces. No para entenderlo, sino para disfrutarlo. Y lo leere de vuelta, porque es una mezcla màgica de cotidaneidad < la abuela, el niño, la pelusa en el ombligo, y el punto en ocho, que me recorco mi adolescencia. Luego la alquimia del ovillo, y y ese gato jugueton inesperdo.
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