Siempre me decía lo mismo: “Ven Emilito, vamos a hacer una pulseada”. Mi inocencia y mi manito se aferraban a su diestra y hacían lo imposible; pero jamás se dejó ganar. Por momentos, llegué a odiarlo. ¿Qué le hubiera costado?
Pasaban los años, y cada tanto, me repetía lo mismo: “Ven Emilito, vamos a hacer una pulseada”.
Mientras el almanaque me hacía crecer y a él lo llenaba de canas, supuse que de aquel “juego” ya se había olvidado. Pero una noche me sorprendió y volvió a desafiarme. Al principio me negué. ¡Qué se yo! Hasta ridículo me pareció, pero insistió tanto… En cuanto nos fusionamos, comprendí que mi mano de dieciocho años ya estaba acorde a la suya.
Recuerdo su cara congestionándose y como se dilataban las venas de su frente. Tengo presente, como un estigma, su mano, debajo de la mía, sobre la “O” de vino que dejara aquel vaso sobre el mantel. Evoco su mirada con un dejo de orgullo, y su diestra cansada en mi hombro, diciéndome: “Bueno, ya eres un hombre”…
…Jamás olvidaré mi llanto en aquel baño. No porque yo fuera un hombre, ¡me faltaba tanto! Sino, porque papá se estaba poniendo viejo.
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