Tengo veintitrés años y estoy muerto, por mi santa madre que sí. Si no cómo explicar que nadie me tome en cuenta: si te he visto no te conozco o, peor aún: no es nadie, es el viento. Mi paso por este mundo sólo fue un pretexto de los dioses para dar a entender que no es la solidaridad precisamente la que galopa los motores sino cualquier mierda convertida en ambición y dinero.
Tengo veintitrés y confieso que me hubiera gustado follar más. Pero no, fui un imbécil que se pasó, como perrito faldero, detrás de la puta que me engañó. Más aterrado estaba por el acné y por las drogas que sucumbí a ese sentimiento llamado DEPRESIÓN, así, en mayúscula, para que no quede dudas de mi recorrido por los nueve círculos del infierno. Y encima tuve que soportar a mis padres y sus habladurías de esto o aquello como si no vieran el espécimen que habían creado.
Tengo veintitrés y me carga recordar. Siempre he pensado que lo mejor es mirar a través de las persianas de uno mismo y esconder la cara (y los sentimientos). Pero yo, torpe, me mostré tal cual soy y miren, me he, o bueno, me han convertido en un manojo de culpas, de conjeturas, de hilachas que tiritan en este edificio a punto de ser derribado por terroristas antitodo.
El aliento fétido de la noche se prepara a devorarme. Cómo añoro un abrazo fuerte y cálido o un "oye Clemente, ven aquí y siéntate con nosotros". O un domingo por la tarde en mi cuarto, atrincherado con Sabrina, leyendo el horóscopo o jugando a quién sabe más nombres de países y ríos y fechas… Es doloroso. Tal vez nunca llegue a entender por qué la maté. ¿Es acaso suficiente un beso para hundir el primer cuchillo de la cocina?
Es que tenía tantas cosas en la cabeza que me perdí, las malas notas de la universidad, la separación de mis padres, las deudas, sobre todo las deudas, Chacal no me daba un día más y yo estaba, como ahora, al borde del precipicio. Así que vendí el auto de papá y el televisor y algunas joyas de mamá y hasta me sobró para unos gramos más. Y entonces la vi. Agolpada en una esquina, mirando fijamente al Chacal que le mordía el cuello y los labios, y ella acariciándole el paquete y moviéndose como una serpiente árabe extasiada.
Veintitrés años y tengo miedo. Jamás me cagué de miedo tanto como ahora; esto de lanzarse no es para mí. El hedor a muerte se levanta como humaredas de cristal y el cielo, tapizado de estrellas, amenaza con romperse en mil pedazos. Debe ser que estoy volviéndome loco, debe ser eso. Esta noche será la única testigo de mi locura. Mientras tanto me quedaré aquí, oyendo las bocinas, contemplando la noche: tratando de dar con el acontecimiento exacto que provocó mi muerte verdadera.
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