El parque los rodeaba en un marco de silencio, extendía sus siluetas junto a los rayos estivales diseñados por los árboles, mudos de circunstancias.
—Dilo otra vez —dijo ella ruborizada.
—¿Qué cosa? ¿Lo del amor?
—Sí, lo del amor.
—Yo jamás dejé de amarte.
—Repítelo otra vez.
—Que siempre te amé.
—Una vez más.
—¡Siempre te amé! —gritó él vigorosamente, mientras ella sonreía complacida ante la voz viril que la importunaba, dejándola apenas pronunciar: yo también te amo.
Mi niña bonita musitó él, con un dejo de temblor. Tanto tiempo ha sido nada. Ahora es lo que importa. Cogió su mano pecosa y acarició sus brazos hasta alcanzarle el hombro. Esto es vivir, le dijo y sonrió. Ella no sabía si reír o llorar, cuando él tocó sus cabellos tímidamente hasta recorrer una a una, las canas derramadas entre los dedos ajados.
La humedad de sus pieles se evaporaba en el ciclo transcurrido, como si todo fuera un bastón que se dejó caer sobre el césped, cuando las miradas se proyectaron bajo los párpados caídos y se toparon con las arrugas que surcaban los rostros, como flechas de apaches en la conquista del tiempo, negándose a morir, entre un ir y venir de caricias torpes, oídos sordos y palabras bullantes, como promesas añejas a punto de concretarse.
1 comentario:
El tema del amor (y de su manifestación física) en la tercera edad es poco explorado. Es muy bello tu texto.
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