domingo, 5 de octubre de 2008

Anastomos - Juan Rodolfo Wilcock


Es muy raro o incluso imposible que los hombres se pongan de acuerdo en cuanto al tema de la belleza; y, sin embargo, todos están de acuerdo en reconocer que Anastomos es bellísimo. Está todo compuesto por espejos, o para ser más precisos, todo recubierto de espejitos, más pequeños en el rostro, más anchos en la espalda y en el pecho. También sus ojos son espejos, gruesos espejitos móviles azules en los cuales se ven reflejos sobre un fondo azul turquí como en un cielo feliz, como en aguas irresistibles. A la luz del sol, en la playa, es una aparición enceguecedora que la gente se queda boquiabierta y no osa acercarse, sorprendida por una especie de terror atónito como delante de algo sacro e intangible, solamente los niños corren detrás de él; cuando luego entra en el mar, entre las olas espumosas, es tal el reflejo recíproco de chispas irisadas de los espejos a las gotas y de las gotas a los espejos, que parece una divinidad primordial de forma humana que surge del agua y del fuego contemporáneamente. Y quizá sea una divinidad, porque a los hombres no les es concedido ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos; no las cosas humanas, tan afectadas de caducidad y de cambio, sino más bien los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, las cascadas y las islas, los astros y las llamas, todo aquello que en nuestra mortalidad sentimos como eterno, y que no amaríamos si no lo sintiéramos, oscuramente, intangible. Anastomos también, si es por esto, es intangible: nadie osaría poner los dedos sobre sus espejos, estos dedos que, aun cuando están limpios, siempre sucios están. Con su piel de espejos, Anastomos es para nosotros la geometría, luego la mística.

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