Finalmente llegó; exhalando perfumes de fémina engreída desterrada del paraíso. Sus formas sinuosas, su cuerpo, toda ella, parecían esparcirse entre las paredes de la habitación, elevándolo hasta la cima de su espíritu hereje, para luego dejarlo caer, junto al fetiche oscuro de todos sus deseos. Habían pasado siglos desde el último encuentro, ameritaba un brindis; sólo aquel salud podía enmendar su tristeza. La miró fijamente a los ojos, luego se acercó; ella se sintió derretir ante la danza rimbombante de sus sentidos, ante el calor de esas manos y el balanceo de sus huellas dactilares que sin dejar de tocarla, la volvieron suspiro exhalado por la noche.
Ella era más que el asombro, más que una boca trémula esperando por él; era la absolución de sus juergas paganas, una prueba irresoluta de eternidad, la concreción de sus sueños beodos y también el salvavidas de una existencia náufraga. Rendido a su abrazo, recordó que el vino envejeció de esperarla y algunas copas se quebraron al contacto del invierno, cuando nada parecía tener sentido, salvo caminar su soltería bajo la lluvia, ultrajando los gastados zapatos de empleado público, entre las callejuelas de algún barrio rojo, con la remota esperanza de encontrarla. Durante las noches concurría a un bodegón, para ahogar su fatídico destino en una caña de vino de última cosecha. Porque no era fácil soportar la humillación, de haberse convertido lentamente en un maldito chacal de la burocracia. Afortunadamente aquel caos terminó: el esfuerzo de años se vio compensado por su bello departamento de estilo minimalista, y aquel bar de bambú que ella tanto admiraba y que confería cierto estilo a su cuello de gacela.
La miró pacientemente, intentando redescubrir cada una de sus formas, o capturarla tal vez en el fondo de su retina y dejarla para siempre prisionera de sus caprichos. Es que aún persistía el delirio de poseerla. Era tan bella, luminosa y burbujeante, pese a la frialdad que ardía en sus entrañas. Palpó agitadamente su suave contorno y descendió por sus flancos hasta sentir vértigo. Le resultaba inevitable admirar su imagen viril desde el fondo de su transparencia. Atrás quedó para siempre el dolor del olvido, la sed de esperarla. Ahora sólo bastaba un llamado telefónico al almacén de siempre, para que llegara en manos de algún dependiente. Había logrado el sueño de su vida: recibir en casa a la mejor cerveza.
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