Anochecía cuando She-hi-laa vio a sus padres difuminarse —¡al fin!— en la cámara de viajes. Se deslizó hasta la pieza de sus progenitores y abrió con su “Decod-V” el panel privado de su padre. Allí, reluciente, la esperaba el añorado Cronifalcus.
Apenas si pudo controlar su ansiedad mientras lo trasladaba hacía su cuarto. Percibía en cada poro de su piel la excitación de lo prohibido. Nada podía compararse con esto; al menos nada de lo que acostumbraban a hacer sus insulsas amigas en las noches de sábado.
Se puso el vestido y los zapatos celosamente guardados para estas ocasiones. Frente al espejo dio los últimos toques a su maquillaje y se colocó la fina diadema. Introdujo la contraseña en el equipo y luego, con suma prolijidad, las coordenadas de las seis dimensiones. El torbellino temporal la ofuscó como de costumbre pero el efecto desapareció a los cinco segundos de su llegada. «Otra vez en el establo» pensó. Corrió afuera, subió por la alfombra escarlata y penetró en el palacio.
Allí lo vio, sentado junto al trono, bello como sólo él lo era en todo el espacio-tiempo conocido. Reclinada sobre un tapiz esperó a que, como tantas otras noches, la descubriera y quedara prendado de su extraña belleza. Luego fue ese girar juntos al ritmo de la música, bebiendo sus miradas e ignorando la marcha del tiempo a través de la euforia de su amor. En el jardín, se rozaban apenas los labios con la timidez de un beso adolescente cuando, como tantas veces, la sorprendieron las campanadas.
Sin tiempo para más corrió lejos del atónito príncipe. Coordenadas introducidas y de vuelta a casa para devolver todo a su lugar antes de que regresaran los padres. O casi todo, porque en la atropellada huida había perdido algo.
En algún universo paralelo, al que She-hi-laa nunca podría regresar, un apuesto príncipe aprisionaba entre sus desconsoladas manos un zapato de raro cristal.
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