Apenas bajamos del bus experimenté un intenso dèja vú. Las olas rompiendo en los farallones de piedra, las calles desoladas del balneario en primavera, sus ojos entrecerrados ante el viento fuerte e incesante, todo aquello que me asaltó al llegar debió ser el primer indicio de lo que pronto adivinaría. Sin embargo, no presté atención. Ella se sentía muy contenta de estar allí, y yo sabía que debía corresponder. Fuimos a la vieja casa de mi familia y empezamos a deshacer nuestros bolsos, a ordenar aquella casa, la cocina cerrada por demasiado tiempo, las enormes habitaciones de zócalos llenos de arena y pequeñas arañas. Esa noche encendimos la chimenea y tuve mi segundo indicio de lo que estaba sucediendo; había algo demasiado familiar en la manera en que sus ojos reflejaban las llamas, algo ominoso e inquietante. Sentí que los años —el cansancio del viaje, quise pensar— se encaramaban en mis hombros. Es parte de la esencia del dèja vú, supuse, ser incapaz de precisar cuándo se vivió ese mismo presente.
Pero al otro día lo supe. Al despertar y contemplar su espalda desnuda a mi lado en la cama lo entendí. Todo tomó su lugar. La manera en que la había conocido, su personalidad, su voz, sus reacciones, las situaciones que atravesábamos, aquella esperada semana de vacaciones en el remoto balneario de la costa Este... todo. Estaba reviviendo una relación de hacía diez años, buscando en aquella chica bastante menor que yo una manera de traer de vuelta aquellos años de 1997. ¿Cuál era la posibilidad de encontrarme con la réplica exacta de aquel amor perdido? Me estremecí, un poco asustado. Eran demasiados detalles. Intenté recordar aquel rostro de hace más de diez años, pero mi fracaso me hizo sonreír con amargura: Sólo aparecía en mi mente el de la muchacha que tenía a mi lado, bajando del bus, sonriendo ante las llamas, despertándose, mirándome con ternura y acercando su boca a la mía para besarme. Cerré los ojos. Sabía qué pasaría a continuación. Tuve miedo de comprobarlo, de levantarme, abrir la puerta y salir a aquel balneario descubriéndome una vez más en 1997. Porque para mis huesos aquellos once años sí habían pasado.
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