Está demasiado alta esa ciudad de la cordillera supraandina.
Los cónsules y los embajadores extranjeros son elegidos entre los de mejor corazón, sometiéndolos a un examen previo. Allí no puede ir ningún extranjero desprevenido.
CUIDADO CON EL CORAZÓN
se lee en los avisos del camino.
Todos los indígenas tienen corazones fortalecidos, de formidable arboladura, de tenaz palpitación. "¡Quiero!, ¡quiero!, ¡quiero!", dice el corazón exaltándose.
En los silencios de las saletas se oyen los corazones, que no sólo hacen el tipi-tin tipi-tán corriente, sino que marcan el redoble tipi-tín rataplán.
Los débiles se apagan, se funden, se consumen, no pueden vivir. Sólo las grandes individualidades perduran en la ciudad altísima.
Tardan en morirse todos, y sólo fallecen súbitamente los que se defienden de la malsana curiosidad de bajar a ver el valle, de ver y mezclarse a las criaturas de corazón sencillo y débil, con dulzuras y suavidades inéditas para ellos. Su corazón se sale de su sitio, se estrella en su pecho, se queda fuera de su eje, y cuando los médicos les mueven para reconocerlos como se mueve un reloj, se oye que hay en su fondo una pieza suelta que suena a eso, a estar desprendida.
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