Ocho menos diez de la mañana. Marcelo se vistió apresurado mientras ella lo miraba desde la cama tibia. Llegaría tarde a la oficina, pero poco le importaba; aquella noche había sido inolvidable.
Tuvo tiempo para un último beso mientras esperaba el ascensor. La mujer tomó un sobre de la mesita de luz y lo hizo bailar entre sus dedos un segundo.
—Esperá, querido. ¿Le das esto al portero cuando bajes? Las expensas... —le pidió ella, aún en la cama.
Él tomó el sobre y salió apurado del departamento, el ascensor lo esperaba.
Pulsó “planta baja” y aprovechó los escasos segundos que el ascensor de altísima velocidad le daría para ponerse el saco. Reparó en el sobre, trescientos pesos y una notita. “Gracias por sus servicios”.
Marcelo vio como la luz indicó el “0” en el panel, pero el ascensor no se detuvo. Esperó un momento, pero era evidente que el ascensor seguía bajando y bajando.
Marcelo gritó, pulsó la alarma, pateó las puertas con toda su furia. Pero nada pasó. Marcelo siguió bajando, por largos minutos. Se desesperó. Pasó media hora. El visor luminoso marcaba dígitos ininteligibles. Marcelo golpeó la puerta, gritó y lloró hasta caerse de cansancio; y siguió descendiendo. Dos horas. Tres días. Una eternidad.
El portero vio que el ascensor se detenía, pero permanecía cerrado. Usó su llave maestra para abrir las puertas, y vio la pila de huesos, enfundada en un moderno traje. Bonito reloj. Marcaba las 8 en punto.
Se apoderó del sobre con el dinero y sonrió leyendo la nota de la señorita Styggian.
1 comentario:
Macabro y cruel, como me gustan. Así hay que dejarlos, hechos un costal de huesos.
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